Una vez más, aprovechó el descuido de la esposa del ministro para tomar el pequeño espejo de mano que ésta mantenía en el tocador. Contemplaba una y otra vez su rostro, tratando de entender qué había en él que hacía que, hasta sus padres, le rechazaran.
Sus facciones no eran especialmente finas, pero, en ninguna forma, aberrantes. Su cabello era corto y procuraba mantenerlo limpio. El único detalle que saltaba a la vista era su ojo derecho, allí donde su ojo izquierdo era claro, en el otro brillaba el marrón oscuro, como si estuviera fuera de lugar, o perteneciera a otro.
«El demonio lo ha marcado» pareció ser el consenso luego de su nacimiento. Se discutió si arrojarlo al lago, quemarlo o lanzarlo a los perros, pero el corazón del ministro se conmovió lo suficiente como para recordar que asesinar a un niño iba contra las escrituras.
Así quedó a su cuidado, cumpliendo el rol del hijo que jamás pudo concebir, pero siempre reducido a algo parecido a un sirviente. Aunque por mucho tiempo pensó que era el resultado de la rigidez y el puritanismo del ministro, llegó a comprender que esa marca era la causa de todo.
La gente temía relacionarse con él, y caer presas de la tentación del demonio. Temían llegar a quererle y acabar condenados por su falta de cautela.
Sus padres de sangre habían huido al poco tiempo, tratando de dejar atrás la vergüenza.
El sencillo espejo de madera le devolvía esa incomprensible imagen que jamás podría cambiar.
Aún guardaba una pequeña cicatriz de aquella vez que había intentado cortar su párpado con un cuchillo y así librarse de la condena. Por suerte el dolor y la rápida acción de la esposa del ministro le habían detenido.
Se pasaba los días entre labores sencillas. Barrer la capilla, limpiar las ventanas, arrancar la maleza y preparar los instrumentos para el servicio. En casa tenía su propio espacio, un pequeño cuarto que era mitad bodega y mitad habitación que había sido preparado para él cuando cumplió 14.
Desde ese pequeño cuarto fue de dónde escucho la conversación de sus padres adoptivos, ¿Qué sería de él cuando fuera mayor de edad?, ¿Quién querría tenerle cerca?
Usualmente, un hijo varón del ministro sería quien adoptaría el cargo para las futuras generaciones, pero ¿Quién podría aceptar como ministro a un marcado por el demonio?
Desde esa conversación los sermones se hicieron cada vez más duros para el domingo. El ministro guardaba la esperanza de que una comunidad recta sería capaz de redimirse y librarle de su maldición, tal vez así Ren podría caminar por las calles, encontrar un trabajo, y relacionarse con las personas sin que huyeran por el temor de ser tentados.
Solo había dos mujeres que no le miraban con recelo, la viuda Claude, asidua colaboradora de la iglesia, y la señora Delbech, la mujer que, domingo a domingo, pasaba un par de horas hablando con el ministro sobre las penurias de su hogar, buscando el consejo para soportar y seguir adelante.
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La promesa del lago
RomancePocas tragedias son más grandes que la falta de compasión y las falsas creencias de un pueblo. El amor logra florecer aún desde la desgracia, pero debe enfrentar la adversidad de las miradas que no hacen más que buscar chivos expiatorios. Esta es l...