La estancia cayó en un silencio sepulcral. La luna se asomaba en breves trazos, sorteando el desgastado bordado que se aferraba al lino de unas cortinas heridas por el tiempo.
Una angustiada sonrisa se dibujaba en el rostro de Hanna, mientras apuntaba su daga hacia un caído Ren, que yacía boca abajo a sus pies.
—¿E-eso es lo que querías? —balbuceó la chica, aún incrédula ante la fantasía dibujada frente sus ojos.
Ren se contrajo ligeramente soltando un gemido agónico. Apoyó su puño derecho contra el húmedo piso de roble e intentó incorporarse.
Hanna retrocedió dos pasos, al tiempo que tres relámpagos iluminaron consecutivamente el interior de la ruinosa casa Delbech. Poco a poco, el viento arrastraba un murmullo en la distancia.
—Ya nada ni nadie podrá separarnos —proclamó el joven, ahora arrodillado, que oprimía su mano izquierda contra su pecho, en tanto un hilo de sangre oscura se derramaba por su camisa.
—¿Siempre juntos? —preguntó Hanna, ilusionada.
—Para siempre —contestó su amado, ya de pie frente a ella.
Lo que antes fuera un murmullo en el viento, eran ahora audibles gritos que advertían del repudio de sus persecutores. La luz del fuego se hizo compañera del brillo lunar que se filtraba por la ventana.
Hanna tomó entre las suyas la ensangrentada mano de Ren, besándola tiernamente. Él acercó su rostro al de ella, rosando suavemente sus labios, ahora manchados.
—Para siempre... —susurró la joven, mientras su desorbitada mirada bajaba hasta posarse en los ojos de su amado.
Se unieron en un beso desesperado, en tanto las voces se acercaban cada vez más. Había llegado la hora, era el momento de un último baile.
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Tres años antes
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Capítulo I: Hanna
Como casi cada noche, la pequeña se cubrió con la sábana intentando no escuchar. Oprimía las palmas contra sus oídos, escondiéndose de la mezcla de gritos y gemidos que provenían de la estancia.
«Cierra la puerta, y no salgas» le decía su madre cada vez que caía la noche y su padre aún no regresaba a casa.
Los gritos siempre eran sucedidos por un silencio abismal, y, luego, por sollozos y ronquidos.
De alguna forma, el esfuerzo y el miedo le hacían caer rendida sobre la pajosa almohada. Y, por la mañana, siempre recibía a su madre con una sonrisa, sin jamás preguntar por las heridas o golpes en su rostro.
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La promesa del lago
RomancePocas tragedias son más grandes que la falta de compasión y las falsas creencias de un pueblo. El amor logra florecer aún desde la desgracia, pero debe enfrentar la adversidad de las miradas que no hacen más que buscar chivos expiatorios. Esta es l...