Capítulo 5: El último baile

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El consenso en la región era que la ira de Dios había sido desatada para purgar los pecados de los pueblos. Una tormenta seca azotaba los campos, fulminando el ganado con impredecibles rayos, y la rabia caldeaba los ánimos en todas partes.

Esa noche la tormenta había alcanzado el pueblo, y, ya sin la voz del ministro, un grupo decidió poner fin a la raíz de sus pecados.

Ren se aseguró de que el ministro tuviese todo lo que necesitaba para pasar la noche y se reunió con Hanna en la casa Delbech. Esa noche partirían, aunque el dolor le consumiera por abandonar a quién llegó a ver como un padre.

—¿Y si realmente fui yo? -preguntó entre un sollozo el joven.

—¿De qué hablas? -se aproximó Hanna a su lado.

—¿Si siempre fui un demonio?

Hanna se quedó en silencio un minuto, tratando de buscar una respuesta.

—¿Y qué si eres un demonio? -dijo al fin- ¿Recuerdas esto?

Sacó desde entre sus cosas el viejo libro que les había conectado por primera vez.

—Me dijeron que estos eran demonios, y jamás vi algo más hermoso. Ellos me cuidaron cuando lo necesitaba, igual que tú. Si eres un demonio, soy feliz de que lo seas, y feliz seré un demonio junto a ti.

La convicción llenó la voz de la joven, y sus ojos destellaron con la ilusión que guardaba en su corazón.

—Lo prometimos, ¿Recuerdas? -continuó ella- Para siempre juntos, allí donde fuera, incluso si es en el infierno quiero estar contigo.

—Yo soy el demonio, soy yo quien irá al infierno, tú no debes... -titubeó- tú no puedes acompañarme a ese castigo -la voz de Ren se quebró contemplando el rostro de su amada, pensando en que quizás debería separarse de ella.

Hanna le besó en los labios una y otra vez. También se quebró en llanto en la medida que reconocía que el miedo de Ren era también el suyo. ¿Cómo podría demostrar a Dios que debía ir al infierno junto con él?

—Mataré si es necesario... -resolvió en un sollozo, mientras sacaba de su pecho la daga que hace tanto tiempo le había dado Ren.

—Muéstrame -respondió el joven- muéstrame que te he corrompido tanto que iremos juntos allí donde yo vaya.

—¿C-cómo quieres que lo haga? -respondió la joven con una sonrisa.

—Mátame -dijo Ren con voz apagada.

—No... no puedes pedirme eso -la sonrisa se desvaneció de su rostro- Hoy nos iríamos lejos, ¿Por qué no lo intentamos antes?

—Llevaré la tragedia allí donde vaya, ¿Y si la enfermedad te ataca de improviso y te lleva al cielo? -la voz de Ren se apagaba a cada aliento.

—No... ¡No! -Hanna comenzó a agitarse, sintiendo que, en parte, él tenía razón.

—Hazlo y encontrémonos allí... -Ren se puso de pie frente a ella.

—¡No!, ¡No!, ¡No! -la joven comenzó a gritar, en tanto su respiración se agitaba más y más.

Recordó el día de la sepultura de la viuda Claude, volvió a sentir en su cuerpo la rabia despertada por los gritos de la gente, perdió el control de su cuerpo mientras lanzaba torpes estocadas contra Ren.

Entre lágrimas el joven solo logró retroceder, y su instinto le obligó a defenderse, pero un empujón le llevó a estrellar su cabeza contra la pared, al tiempo que la pequeña daga atravesaba la mano con que defendía su pecho.

Cayó al suelo, mientras, poco a poco, Hanna recuperaba la consciencia y se daba cuenta de lo que había hecho.

La estancia cayó en un silencio sepulcral. La luna se asomaba en breves trazos, sorteando el desgastado bordado que se aferraba al lino de unas cortinas heridas por el tiempo.

Una angustiada sonrisa se dibujaba en el rostro de Hanna, mientras apuntaba su daga hacia un caído Ren, que yacía boca abajo a sus pies.

—¿E-eso es lo que querías? —balbuceó la chica, aún incrédula ante la fantasía dibujada frente sus ojos.

Ren se contrajo ligeramente soltando un gemido agónico. Apoyó su puño derecho contra el húmedo piso de roble e intentó incorporarse.

Hanna retrocedió dos pasos, al tiempo que tres relámpagos iluminaron consecutivamente el interior de la ruinosa casa Delbech. Poco a poco, el viento arrastraba un murmullo en la distancia.

—Ya nada ni nadie podrá separarnos —proclamó el joven, ahora arrodillado, que oprimía su mano izquierda contra su pecho, en tanto un hilo de sangre oscura se derramaba por su camisa.

—¿Siempre juntos? —preguntó Hanna, ilusionada.

—Para siempre —contestó su amado, ya de pie frente a ella.

Lo que antes fuera un murmullo en el viento, eran ahora audibles gritos que advertían del repudio de sus persecutores. La luz del fuego se hizo compañera del brillo lunar que se filtraba por la ventana.

Hanna tomó entre las suyas la ensangrentada mano de Ren, besándola tiernamente. Él acercó su rostro al de ella, rosando suavemente sus labios, ahora manchados.

—Para siempre... —susurró la joven, mientras su desorbitada mirada bajaba hasta posarse en los ojos de su amado.

Se unieron en un beso desesperado, en tanto las voces se acercaban cada vez más. Había llegado la hora, era el momento de un último baile.

El ruido volvió a convertirse en música, mientras se estrechaban inmersos en la ilusión.

—P-pero.... No te maté -dijo la joven en un susurro.

—Pero ahora Dios sabe que eres capaz de hacerlo, tu corazón ya es el de una asesina -Ren volvió a besar los labios de su amada, mientras sus dedos se deslizaban suavemente por su cuerpo, que, poco a poco, dejaba de temblar.

Volvieron a entregarse en medio de la música y la protección de los guardianes que ahora brotaban del libro. La estancia comenzó a iluminarse mientras su pasión encendía todo lo que tocaba.

Acabaron desvaneciéndose en una nube de humo que les sumió en su sueño de eternidad.

Afuera, los gritos se convirtieron en vítores, y luego en congoja. La euforia se desvaneció y pronto el pueblo se dio cuenta de lo que había hecho.

Esperaban que el demonio les maldijera, que se defendiera con uñas y dientes, pero nada de eso sucedió. En su lugar, vieron cómo dos siluetas se desvanecían ante ellos, sin siquiera mirarlos, y dejando tras de sí un olor que ninguno olvidaría jamás.

Cuando el ministro se enteró de lo sucedido, sintió cómo su corazón se desgarraba, y solo le permitió vivir lo suficiente para rescatar las palabras de este relato.

La tormenta siguió, la fiebre siguió, la ira de Dios siguió arrojándose sobre la región por varias generaciones, pero el ministro y su mujer se aseguraron de que todos entendieran lo que los demonios habían hecho en ese pueblo: acabar con la vida de dos jóvenes que se amaban, y cuya única culpa había sido el ser marcados por la tragedia.

La promesa del lagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora