Capítulo 3: La promesa y la tragedia

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Fue cosa de tiempo el que las miradas se transformaran en palabras, y las palabras en algo más. Domingo a domingo se construyó un vínculo que acabó siendo obvio para el ministro y la viuda Claude.

Es fácil hablar de enseñanzas puritanas cuando se ve claramente la acción de la maldad, pero, cuando la realidad se opone a los prejuicios, hasta los más fríos espíritus logran superponer la compasión sobre el juicio.

El joven había comenzado a sentir algo por la primera chica que le había mirado más que como un marcado, y la chica había comenzado a sentir algo por el primer joven que manifestó su deseo por verle sonreír, y los dos concurrentes más habituales de la capilla lo sabían.

Informalmente las clases de lectura se extendieron a tres días por semana, a las que Ren se integró gustoso. El ministro, aunque en un inicio reticente, llegó a convencerse de que esa era la respuesta a sus oraciones.

Semana a semana luchaba con los sentimientos de impotencia al no poder conmover los corazones de la comunidad con sus reprimendas, pero veía en Ren la esperanza de un legado. Aún mucho menos que un hijo, pero quizás a un futuro hombre recto que él había arrancado de las manos del demonio.

Por su parte, la viuda Claude fue suavizando su carácter con el paso de los meses. Su hosquedad y rectitud eran más la máscara de su soledad que la genuina manifestación de su alma. Pronto Hanna se convirtió en la hija o la nieta que deseó en su juventud, y encontró en esa pequeña sala de estudios el espacio donde supo que su vida aún tenía un propósito.

Lamentablemente, ante los ojos de la comunidad las cosas no eran tan sencillas. Ren aún recibía las miradas de reojo de los vecinos, y los murmullos eran evidentes cada vez que se le veía cerca de Hanna.

Además de la sala junto a la capilla, no había otro lugar dentro del pueblo en donde los dos jóvenes pudieran conversar con tranquilidad, pero, cerca de un kilómetro más allá de la casa Delbech, tras cruzar el bosque, se podía alcanzar un claro que se abría hacia la costa sureste del lago que daba el nombre al pueblo.

Dado su difícil acceso, y más durante el invierno, nadie del pueblo iba ahí. Todo se hacía en la zona noreste, fuera la pesca o el lavado. Se convirtió en su oasis, su lugar seguro, allí donde podían ir para esconderse de los problemas y las miradas enjuiciadoras.

El ministro no tenía problema en dejar partir a Ren en tanto hubiese cumplido sus tareas, y la señora Delbech fue, sin saberlo, cómplice tácita, dejando los secretos de Hanna tras la puerta cerrada de su habitación.

Así pasaron dos años, entre las horas con la viuda Claude, y los crecientes encuentros junto al lago.

Junto a las frías aguas no solían hacer más que sentarse en silencio, a veces abrazados, a veces sin siquiera tomarse de la mano. Era la mutua compañía lo que les reconfortaba. Aunque, de las pláticas, siempre había algo que destacaba: el miedo. Quizás por eso preferían el silencio.

Ren temía lo que sería de él. Aunque pudiera salir del pueblo, ¿Habría un lugar donde no le verían como a un demonio?

Hanna, por su parte, temía lo que sucedería el día en que su padre abriera la puerta de su habitación. Su cuerpo ya era el de una mujer, y sabía que ese pecado sería cuestión de tiempo.

Y, sin aviso, ese día llegó.

Los gritos de la señora Delbech fueron silenciados con un golpe seco. Hanna, que intentaba centrar sus pensamientos en las ilustraciones del libro comenzó a temblar de miedo al sentir las embestidas del hombre ebrio contra la puerta.

Su cuerpo se movió por instinto, sin detenerse un solo segundo, salió por la ventana y corrió.

Cuando comenzó a quedarse sin aliento pensó que quizás hubiese sido mejor correr hacia la casa de la viuda Claude, pero sus pies ya estaban sorteando las raíces y los troncos mientras cruzaba el bosque.

Anochecía, y su cuerpo respondía más a las memorias de ese camino, tantas veces recorrido, que a sus ojos, pero, al alcanzar el claro, el reflejo de la luna en el agua le devolvió la silueta que tanto anhelaba estuviera allí.

Ren estaba de pie, y se giró rápidamente al oír los pasos que se aproximaban desde el bosque.

Se encontraron con un súbito abrazo, en el que no pudo más que intentar contener las lágrimas de la joven con su cuerpo.

—Sabía que estarías aquí –dijo Hanna cuando se hubo tranquilizado un poco.

—He venido aquí muchas noches, rogando porque nunca te viera llegar –respondió Ren, acariciando suavemente a la chica- ¿Pasó lo que temías?

—Corrí, salí por la ventana y no mire atrás -respondió ella, negando con la cabeza.

—Aquí estaremos a salvo –dijo Ren, en tanto sacaba algo de su bolsillo– quiero que tengas esto.

Entregó a Hanna un trozo de tela que envolvía un pequeño objeto, un poco más grande que la palma de la chica.

—¿Es una daga? –preguntó ella.

—Temí algún día no estar para protegerte -respondió él, asintiendo.

Hanna escondió el regalo junto a su pecho, en tanto se volvía a aferrar al cuerpo de su amado.

Aunque el frío de la noche aún era intenso, encontraron cobijo en el fuerte abrazo del otro, mientras tenían los ojos y oídos puestos sobre el bosque, esperando la alerta de que aquel hombre les había encontrado.

—Después de hoy, solo sé una cosa -dijo Hanna cuando ya ambos estuvieron en calma.

—¿Qué cosa?

—Que, pase lo que pase, quiero estar contigo.

—¿Conmigo? -preguntó Ren, tratando de confirmar lo que había oído.

—Sí, contigo. No importa si nos vamos lejos, no importa si me tratan como un demonio también, quiero estar contigo. Es una promesa.

El joven titubeó unos segundos. Su corazón se debatía entre aceptar la promesa o proteger a su amada del cruel destino que habían cargado sobre él, pero, al final, el deseo de su corazón era claro.

—Es una promesa -respondió finalmente.

Sellaron su deseo con el primer beso. Allí, junto al claro que había sido su refugio se prometieron compartir un destino como amantes. Cuando el sol saliera, correrían con el ministro y la viuda Claude para buscar su apoyo.

Así, entre cavilaciones y planes, el sueño les venció, y lo siguiente que sintieron fue la luz de la mañana iluminando sus rostros.

Al menos por ahora evitarían la casa Delbech, y lidiarían con eso cuando ya tuvieran el apoyo que buscaban, pero al salir del bosque encontraron una pequeña multitud reunida frente a la casa.

Todas las miradas se posaron en ellos, y los murmullos se multiplicaron a cada segundo.

Hanna miró hacia el portal de la que fuera su casa, y allí vio la figura que se proyectaba como péndulo.

El cuerpo de su padre estaba colgado por el cuello en la viga que sostenía el techo, y no lograba encontrar el rostro de su madre entre la multitud.

Al verlos llegar, el ministro se apresuró a su encuentro, y, sin palabras, les guio rumbo a la capilla.

Aún antes de escuchar lo que Ren y Hanna pudieran decir, la conclusión del hombre de Dios era clara, no podía quitarse de la mente las constantes súplicas de consejo por parte de la señora Delbech, y la impotencia desgarraba su corazón.

El golpe que acalló los gritos de la señora Delbech había sido mortal, y, en su temor al castigo de la comunidad, el hombre había decidido acabar con su propia vida.

El dolor, el caos y las miradas de la gente obligaron a los jóvenes a posponer su promesa. Ese día sería un antes y undespués que marcaba la vida de todos en el pueblo.

La promesa del lagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora