Tras lo sucedido, Hanna pasó a vivir con la viuda Claude, y ambas se esforzaron por que todo fuera mejor de ahí en adelante.
El ministro centró sus sermones en los pecados de la omisión, pero la comunidad lo recibió con oídos sordos. Para él, el pecado del pueblo era que todos sabían lo que sucedía en la casa Delbech, pero nadie estuvo dispuesto a hacer algo. Culpa de la que él tampoco estaba libre.
Pero la comunidad alcanzó una interpretación diferente. El pecado del pueblo fue no purgar a los demonios que habían sido enviados para tentarlos, después de todo, no podía ser coincidencia que la tragedia cubriera la casa de la joven que cruzó caminos con el marcado.
Este sería el punto decisivo, que dividiría a las gentes durante el año siguiente.
Ren y Hanna no podían salir a la calle sin que, pronto, les siguieran las murmuraciones de quienes los veían pasar. Cada paso dejaba una estela de miradas de reojo, persignaciones e infantes reprendidos por sus madres por quedárseles mirando.
La viuda Claude, el ministro e, incluso, su esposa, dedicaron días y noches a la oración por el futuro de los jóvenes. Después de todo, lo que podían hacer para cambiar las creencias y conciencias del pueblo era muy poco.
La anciana y el ministro vieron cómo su salud comenzaba a deteriorarse en medio del conflicto. La impotencia y la frustración dejaron huellas en la carne, haciendo sentir que en ese año pasaban diez más.
Hanna, por su parte, empezó a descansar su espíritu en las fantasías de su cabeza. El tiempo que no pasaba en la capilla, o con Ren, o cuidando de la viuda Claude, lo pasaba ojeando una y otra vez las páginas del libro ilustrado. Incluso las incomprensibles palabras en él escrito, tomaron un significado para ella.
Consiguió un carboncillo y papel gracias a la esposa del ministro, y con ellos dejó volar su imaginación, replicando los dibujos que le habían maravillado de niña.
Pronto fueron algo más que copias, y de sus trazos nacieron nuevas criaturas que daban forma a su nuevo mundo. Las figuras femeninas volaban por el pueblo cuidándoles a Ren y a ella, batallando contra las moscas deformes que salían de la boca de los miembros de la comunidad.
La sonrisa volvió a ella, al amparo de sus guardianes.
—¿Puedes verlos, Ren? -preguntó un día, junto al lago.
—¿A quiénes? -respondió el joven.
Hanna sacó las hojas que guardaba junto a su pecho, enseñándole a Ren el fruto de sus trazos.
Sin saber qué decir, él asintió. Vio la ilusión en los ojos de su amada, y deseó poder ver también lo que ella. A los pocos días comenzaron a dibujar juntos, imaginando ese mundo que les protegía.
Los murmullos de la gente seguían creciendo en la medida que el comportamiento de los jóvenes se hacía más extraño a los ojos ajenos, al punto en que ambos creían escucharlos aun cuando nadie estaba cerca.
En su compasión, la esposa del ministro regaló a Hanna una vieja caja de música, para que la abriera cada vez que escuchara los murmullos, y esa música penetró en lo más profundo de su corazón.
Hanna enseñó a Ren cómo transformar los murmullos en música, y, en sus encuentros en el lago descubrieron la pasión de bailar el uno con el otro. El estrecharse en un único ritmo, el sentir sus corazones latir en sincronía.
Recordaban aún su promesa, y no dudaban en cumplirla, pero la salud de la viuda Claude hizo a Hanna desear no abandonar el pueblo hasta que ella partiera.
La casa Delbech había quedado desocupada desde lo ocurrido. Hanna solo había entrado una vez junto al ministro para sacar sus cosas, pero, desde entonces, nadie se había interesado o atrevido a cruzar el portal.
Ese espacio se convirtió en la esperanza de un nuevo futuro, al menos temporal. Faltaba poco más de un año para que Hanna pudiera contraer matrimonio, y, legalmente, esa casa le pertenecía como única heredera. También era probable que la viuda Claude le hiciese heredera también, por lo que, aún rechazados por el pueblo, podrían tener suficiente para una vida modesta allí o en otro lugar.
Incluso el ministro y su esposa veían esta idea con buenos ojos, entendiendo que era la mejor oportunidad que tenían para resolver esa carga que habían asumido hace ya 17 años.
Cuando Hanna cumpliera la edad, se casarían, y vivirían en la vieja casa Delbech, así ella podría seguir cuidando a la viuda Claude hasta el último de sus días, y, luego de eso, podrían decidir qué rumbo seguir.
La joven visitaba la casa una vez por semana para limpiarla y cuidar que los animales del bosque no anidaran en ella. Ren se unía a ella cuando sus labores en la capilla y la casa del ministro se lo permitían, y algo mágico sucedía cuando ambos estaban solos allí dentro.
La música comenzaba a sonar en sus cabezas, y se sentían embelesados por la esperanza de un futuro juntos. Los bailes se desataban en tanto sentían en latir del otro, moviéndose ante la angelical mirada de sus guardianes.
Para Hanna, esa casa le revelaba los misterios de la soledad. El dolor y la dicha de la soledad. Había perdido mucho, pero la pérdida le había hecho libre, y sentía que cada baile le liberaba un poco más, deseando compartir su soledad con el hombre que amaba.
Llegó el día en que la estrechez del baile los llevó a conocer la desnudez del otro. Entregados en un solo latir, sintieron que eran uno.
Pero ese invierno la fiebre atacó la región, y todo volvería a cambiar.
Cuando los primeros enfermos cayeron en cama, los ojos del pueblo se alzaron para buscar a los culpables de la plaga que Dios les había enviado por castigo. Y cuando la primera en morir fue la viuda Claude, no tuvieron dudas.
El que había sido marcado por el demonio esparcía la tragedia una vez más. Todo quien se relacionase con él pagaría el precio.
Casi todo el pueblo asistió a la sepultura de la anciana, pero no para presentar su respeto y luto, sino para increpar al ministro por permitir que tal castigo se cerniera sobre ellos.
Los murmullos ya no eran sutiles, sino que eran gritos de odio.
—¡Cállense, hijos de puta! -se oyó la desgarrada voz de Hanna hacia los congregados.
La joven estalló en cólera, dejando salir voces entre gritos y llanto. Unos pocos cuerdos ayudaron a retirar a la multitud, pero entre los demás la conclusión era inequívoca. El tentador, además de arrastrarlos a la tragedia, había corrompido a la inocente joven hasta llevarla a la locura.
Los ánimos siguieron agitándose con cada nuevo enfermo, hasta que el ministro, el único capaz de contener la ira del pueblo, cayó también presa de la fiebre.
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La promesa del lago
RomancePocas tragedias son más grandes que la falta de compasión y las falsas creencias de un pueblo. El amor logra florecer aún desde la desgracia, pero debe enfrentar la adversidad de las miradas que no hacen más que buscar chivos expiatorios. Esta es l...