Capítulo 41: No se cayeron los santos

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No sé cuantas docenas de empanadas hicieron las chicas, pero además de estar riquísimas, tuvieron muchísimo éxito entre los vecinos del pueblo que al enterarse el sábado, empezaron a pedir para el domingo.

Como los chicos tenían bicicletas podían ir a repartir más lejos, pero como yo andaba a pie, quedé para entregarlas en la esquina donde estaba la iglesia, antes de llegar a la plaza principal donde estaba la escuela y nuestra competencia: El Panza Llena.

Había unas señoras que eran muy amigas de doña Espinoza que estaban muy entusiasmadas con nuestras empanadas y fueron las primeras en encargar unas docenas, fue a ellas a quienes esperé en la vereda de la iglesia a que pasaran a buscar sus pedidos.

Para mí toda esta movida era rarísima, porque nunca había hecho algo así, pero con la ayuda de mis amigas había aprendido a hacerlo y muy contenta vendí todos los paquetes de empanadas.

—Gracias, linda, ayer estaban exquisitas —dijo una de las señoras al despedirse.

—Gracias a usted, qué las disfrute —respondí abrazando mi billetera.

Me sentía muy satisfecha con lo que había hecho y con lo que había ganado en el día, que comenzaba a sentir esperanzas de que de verdad podría terminar de pagarme la fiesta. Todo gracias a Verónica y su espíritu tan noble y persistente, que me inspiraba y era como un rayo de luz en medio de la oscuridad. Suspiré al pensar en ella y en sus ojos cafés que siempre me miraban tan atentos y llenos de amor.

«Obvio que voy a ayudar, preciosa», recordé sus palabras ese día en la escuela y sonreí con picardía al recordar esa conversación, yo había estado tan excitada en ese momento que me sorprendía a mí misma lo que dije con tan doble sentido en medio del patio de la escuela. La pobre Vero se había puesto roja y yo también.

Otra vez volví a sonreír, riéndome de mi propia idiotez, estaba a punto de volverme a la casa de Julián cuando vi a una persona conocida en la iglesia y la sonrisa se me borró del rostro de inmediato, porque ella, era la persona que más amaba en esta vida, que con su rechazo y decepción había roto mi corazón en mil pedazos.

Mis comisuras cayeron y estaba a punto de irme corriendo a encerrarme en mi nuevo cuarto, pero en vez de eso, caminé directo a la iglesia y la seguí.

Su cabello era del mismo color que el mío, pero desde hace unos años había empezado a teñirlo de un tono más rojizo, le quedaba hermoso. A ella le gustaba vestirse bien, más cuando venía a la iglesia, por eso la veía como una modelo mayor o una actriz, siempre la había admirado y tenido como modelo a seguir.

Roxana —había empezado a llamarla así desde que me dejó ir de casa sin defenderme mucho de Alberto, a quien también dejé de decirle papá ese día—, se sentó en uno de los primeros bancos frente al altar. Estaba agachada orando con las manos juntas, y como aún no había llegado tanta gente, pasé y me puse de rodillas en el banco que estaba detrás del suyo.

Me sentía como en una película, donde dos personas se juntaban a hablar de incógnito en un templo religioso. No se había dado cuenta de mi presencia, por eso me quedé unos segundos apreciándola de cerca, podía sentir su rico perfume y los murmullos de sus oraciones.

—¿Mamá? —dije en voz baja y ella dio un sobresalto en su asiento—. Soy yo.

—¡¿Natalie?!

Trató de no ser escandalosa, porque estábamos en ese lugar tan silencioso donde de a poco comenzaba a llegar más gente para la misa del domingo.

—¿Cómo estás?

—¿Vos cómo estás, Natalie? ¿Qué haces acá?

—No se cayeron los santos, después de todo —dije con sarcasmo en mi voz—. ¿De verdad te importa cómo estoy?

—Claro que me importa, soy tu mamá —dijo girándose más para poder verme bien a la cara—. ¿Dónde estás? ¿Necesitas algo?

Bajé la mirada, había empezado a sentir ese peso angustiante en el pecho.

—Estoy bien, tengo un hogar donde me aceptan como soy —respondí diciendo lo último con saña—. Verónica es mi novia ahora.

Ella suspiró con indignación. Sabía que saber sobre mi relación con Vero le molestaba.

—¿Vivís con ella?

—No, no te voy a decir. Pero quisiera que me dieran a Caramelo y algunas de mis cosas. ¿Es eso posible o me lo vas a negar?

Mi corazón palpitaba y mis manos habían empezado a sudar. Adelante de nosotras, una chica jovencita había empezado a rezar el rosario y uno de los chicos monaguillos salió a tocar las campanas, mientras el padre se dirigía al confesionario donde lo estaban esperando varias señoras.

—No, la perra es tuya, igual tus cosas. A la tarde tu padre no va a estar, podés pasar a buscar lo que quieras —dijo bajando la mirada—. Yo no quería que te fueras.

—No querías, pero no le dijiste nada a él cuando me dijo «dale, andá, a ver cuánto durás». Vos no hiciste nada y te entiendo, él es el que manda ahí, capaz que por eso me pareció más seguro y mejor irme, ya tengo dieciocho y de a poco estoy empezando a aprender a vivir sin ustedes.

Su rostro se veía tenso y sus ojos estaban llenos de lágrimas, igual que yo, que apenas había tenido los ovarios para decir todo lo que dije.

—Me alegra mucho, Natalie. Ojalá... Ojalá llegues lejos.

—Voy a hacer lo mejor que pueda, Roxana.

Llamarla por su nombre fue doloroso para mí, pero seguro lo fue mucho más para ella, por eso comencé de arrepentirme, pero ya estaba dicho.

Ella se secó una lágrima y hurgó en su cartera, yo observaba sin saber que más hacer o decir, hasta que sacó varios billetes y me los entregó. Abrí la boca repetidas veces, tratando de buscar qué decirle, porque no estaba segura de querer aceptarlos, pero al final los tomé.

—Son para lo que necesites y por favor, andá más tarde, Caramelo te extraña —dijo y no pude aguantar más.

—A las cuatro voy. —Apenas pude decir y me levanté para salir rápido de la iglesia porque estaba sintiéndome muy abrumada.

Corrí en el último tramo y casi choco a una chica que venía entrando; la jovencita de cabello oscuro me miró mal y luego siguió su camino y yo el mío. Las lágrimas habían comenzado a caer por mis mejillas y cuando estuve afuera, alejada de la congregación que se acercaba para la misa, dejé salir toda la angustia que cargaba.

No me había imaginado jamás que volvería a hablar con ella, pero tener esa charla me había hecho bien, porque, además de poder ir a buscar a Caramelo en la tarde, supe que en el fondo mi mamá todavía me quería. 

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