XXXVIII - EL JOVEN APRENDIZ DE PINTOR

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Su suegra le dijo que lo mejor era que se quedase en la casa. Él había insistido en acompañarla. Quería escupir a ese tipo. Lo que quieres es una paliza, le respondió Irene. Eso era verdad. Esa mañana, cuando se llevaron a Erza, lo despertaron con una pistola en la cabeza y lo llevaron al salón, donde lo amordazaron mientras su mujer y aquel enano charlaban. Le fascinaba el modo en que Erza, sabedora ya de su derrota, se había mantenido firme y hasta comprensiva con Ichiya. Cuando este la puso entre la espada y la pared, cuando uno de los matones le apuntó de nuevo con la pistola, Erza terminó su café, se levantó y pidió que la dejasen un rato a solas mientras preparaba las maletas. También le dejó una carta debajo de la almohada. Jellal ya la había leído cientos, miles de veces.

«Qué putada.

Pensaba que este momento no llegaría nunca. La felicidad tiene ese efecto en nosotros, mi querido Jellal: creemos que la desdicha ha quedado atrás, pero hay cosas que siempre vuelven. Ichiya es una de ellas. Fue hace muchos años, más de los que puedo recordar. Debí imaginarlo. No hay nada más imprevisible que una mujer con pasado. Voy a salir ahí, voy a meter mis maletas en su coche. Pensará que me tiene cautiva, pero tú sabes que soy la persona más libre del mundo. Cuando creas que me has perdido, volveré: nuestros caminos están destinados a fluir paralelos en lo que nos resta de vida.

Siempre tuya,

E.

Posdata: Dile a Lucy que no se preocupe, ¡lo solucionaré antes de la boda!».

Iba con sus promesas hasta las últimas consecuencias. Esa firmeza en el habla era lo primero que le gustó de ella. Jellal había pasado buena parte de su vida huyendo de las mujeres. Y de los hombres. Evitaba los baños públicos. Notaba el peso de la discriminación sobre sus hombros. Por otra parte, la fascinación malsana por su condición tampoco era de su agrado. Algunas mujeres se habían obsesionado con él, como si fuera un juguete, una máquina sexual. Más allá de las pollas, había un hombre. Un artista y, como todos los artistas, su sensibilidad era otra. Había volcado toda esa huida constante en sus obras desde que era un joven aprendiz de pintor. Sus primeros cuadros resultaban claustrofóbicos porque así se sentía, encerrado en la peor de las jaulas, en sí mismo, en un cuerpo que no podía cambiar. Es ancestral, le había dicho su padre. Todos los hombres Fernandes había tenido algo más entre las piernas. Parte del cuerpo humano es dual: dos manos, dos pies, dos ojos. ¿Por qué habría alguien de sorprenderse? Erza también se sorprendió, pero fue el impacto del momento y las sorpresas no duraban mucho en ella. Con que tienes dos, le dijo y no le dio más importancia. Lo que a ella le gustaba era verlo pintar. Erza era una mujer de gran sensibilidad artística, capaz de emocionarse hasta las lágrimas. Había sufrido el síndrome de Stendhal en distintas ocasiones de su vida, ante cuadros, ante paisajes, ante personas. Solo la belleza extrema la hacía llorar. Había llorado con uno de sus cuadros, uno en el que un hombre de anatomía miguelangelesca se partía en dos a sí mismo, hincándose los dedos en el pecho abierto mientras sus dos miembros colgaban como un pecado. Eso fue antes de incursionar en la abstracción. Su arte no era el mismo desde que estaba con Erza. Todo había cambiado, los colores, los contornos, las luces, las sombras. Era aceptado. Era considerado un hombre por la más bendita entre todas las mujeres y no estaba dispuesto a continuar sin ella. O ella o la muerte.

Esperaba noticias de Irene. No se despegaba del teléfono. A veces sentía que todo había acabado, que no volvería a verla, que Ichiya la escondería donde no pudiera encontrarla.

. . .

—Abróchate el cinturón.

—No me trates como si tuviera cinco años.

Porno para dosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora