IX

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Natsu no mintió cuando le dijo que se tendría que quedar toda la noche.

A Lucy le dolía el alma. Esto es lo que se denomina bangover, dolores tras una noche movidita. Las cosas que habían hecho, las cosas que habían dicho... Como dice una vieja canción, hasta las estrellas se masturbaron al ver, al mirar desde lo alto lo que había acontecido en el colchón. Satanás y su comitiva de demonios se sonrojaron. La lujuria aniquiló la castidad. La seducción rió sin parar. El pudor se echó a llorar. La depravación, en compañía de la imaginación, fueron entes constantes de lo que presenció la luna, testigo mudo. La inocencia murió, y la excitación ascendió a los cielos hasta que llegó aquello que, de existir el Paraíso, sería lo más parecido a ello –tal vez incluso mejor–, pero, por fortuna, es un placer que tenemos en este plano físico y que, tal y como dijo Valerie Tasso, es el gran comedor de palabras, que sólo permito el gemido, el aullido y la expresión infrahumana, pero no la palabra. Por un momento tuvo miedo, un miedo tan grande como el que tuvo Roma cuando Aníbal llegó cabalgando elefantes de guerra; su miedo era producto del desconocimiento, pero se disipó como la niebla, se esfumó de un soplido y germinó el delirio, la locura, una sensación tan exquisita que no quería que acabara. ¿Puede todo el placer concentrarse en un mismo punto? Ya sabía la respuesta.

Cuando despertó, Natsu no estaba en la cama. Lucy vio una bata de seda rosa a los pies de la cama. Se vistió con ella y salió de la alcoba. Olía a café. Llegó a la cocina y encontró a Natsu tomándose una taza de aquel líquido. Aquel hombre tenía cara de niño bueno, lo que para Lucy, después de la magnífica y apasionada noche, le resultaba muy contradictorio. Le vinieron retazos de lo acontecido, y con ello, una sonrisa, pero no una sonrisa cualquiera; una torcida, pícara, malintencionada.

—Buenos días —la saludó—. ¿Café? También he hecho tostadas.

«Te comería a ti», pensó. Asintió y Natsu le sirvió de la cafetera. Se sentó junto a él y sólo pudo pensar en lo feliz que se sentía de estar en Magnolia porque, desde luego, la bienvenida había sido calurosa.

—Lo de anoche fue... maravilloso —comentó Lucy.

—Estoy de acuerdo. Fue buen sexo.

—Sí, buen sexo.

Lucy no agregó nada más.

—Oye... ¿Eras virgen?

Lucy casi escupe el café.

—¡No, por Dios!

—Ah, ¡menos mal! —Natsu pareció quitarse un peso de encima—. Como al principio estabas tan insegura, pensé que lo eras. Nunca me ha gustado desvirgar.

La culpa de todo la tenía Sting, o chico micropolla, como lo llamaba Erza. Ese muchacho fue su novio durante años, años de escasez orgásmica e infidelidades, y de relaciones sexuales que no valían un duro. De ahí nacía su inseguridad.

—Sí que ha sido mi primera vez decente. —Suspiró.

—Vaya —Natsu sonrió henchido de orgullo—. Eso ya me gusta más.

Hombres y su orgullo. Dile a un hombre que es un buen amante y se sentirá tan poderoso e importante como Julio César.

—Por cierto, te llevo a casa si quieres —añadió su cliente.

—Estaría bien —Lucy se levantó a dejar el vaso y el plato en el fregadero.

—Si quieres, dúchate antes. El baño está por ahí.

Lucy se dirigió al baño. Le echó un vistazo a su móvil, y descubrió un mensaje de Juvia: «¡Creo que tu padre está en Magnolia! Ten cuidado». Sintió un escalofrío. No podía encontrarla, ya no era Lucy Heartfilia. La ciudad era muy grande. Pero Jude tenía contactos por todas partes y estaba convencida de que el señor Dragneel, su no-suegro, también. Tal vez incluso su prometido, cuyo nombre desconocía –y no quería conocer–, también la estaba buscando. Se metió bajo el chorro de agua y procuró ahogar todos esos pensamientos. Cuando salió del baño, se dijo a sí misma que ni su prometido ni su padre la encontrarían.

...

—¡Lucy, abre ahora mismo!

Jude Heartfilia golpeó con tanta fuerza la puerta que se hizo daño en los nudillos. Su hija era una insolente. Al irse de la casa, había mordido la mano que le daba de comer. Había criado a Lucy con severidad y respeto. La había criado en un entorno cristiano, igual que lo criaron a él. Llevaba educándola desde que nació: la desviación moral que es la homosexualidad, el pecado que supone mantener relaciones sexuales antes de casarse, el castigo que Dios les impondría a los viciosos... Le había permitido estar con Sting, pero esto no. Haría lo que él mandara, porque él era su padre y ella su hija. Porque él era un hombre y ella una mujer. Si tenía que sacarla de ahí por la fuerza, lo haría. ¿En qué momento su Lucy se había descarriado? ¿Cómo se convirtió en esa deshonra? ¿Qué es lo que había pasado por alto?

La amistad con Juvia, tal vez... No, Juvia era una chica bastante decente. Entonces, ¿de dónde había sacado Lucy esa personalidad inmoral y escandalosa? Sin saber por qué, la imagen de la chica pelirroja –una pobre alma extraviada del amparo de Dios–, le vino a la mente. Qué tontería, se dijo a sí mismo, si nunca antes había oído a su hija mencionar a más amigas aparte de Juvia y un par más, a las cuáles conocía en persona.

—Parece que no está —Zeref, que había intentado atisbar algo por la ventana, le puso una mano en el hombro—. Será mejor que nos vayamos.

El señor Heartfilia se apartó bruscamente.

—No me iré de aquí sin mi hija, Dragneel —Sacó su pitillera y se encendió un cigarro—. Esperaré lo que haga falta. La llevaré conmigo. Después encontraremos a tu hermano y se casarán.

Zeref desvió la mirada hacia el aparcamiento. Jude maldijo entre dientes, golpeó con fuerza la puerta y aspiró. Su enfado iba en aumento. Cada día, desde que Lucy se marchó, aborrecía más a la estirpe de Igneel. Primero, ese idiota se había enfurecido, sólo para acabar riéndole la gracia al desequilibrado de su hijo. Jude lo había convencido para buscarlos. Movieron algunos hilos, hicieron un par de llamadas y el nombre de aquella ciudad, Magnolia, surgió, junto a un establecimiento de mala muerte llamado Fairy Tail y una mujer rubia, recién llegada a la ciudad, que se correspondía con los rasgos de su hija. Según la stripper pelirroja, su nombre real era Lucy Heartfilia. De Natsu Dragneel no se sabía absolutamente nada, y Zeref no parecía buscar con demasiado esmero.

Pero, a veces, sólo hay que esperar a que las respuestas se materialicen ante nuestros ojos.

—¡Jude, Jude! ¡Mire ese coche! —Zeref le señaló un Lamborghini Aventador de color blanco que se disponía a aparcar. Lo único extraño para Jude es que un vehículo como ese rondara por aquel... gueto.

—¿Qué?

—¡Es el coche de mi hermano! ¡Agáchase!

Se agacharon. Jude asomó la cabeza lo suficiente como para ver bajar, primero, a un tipo de cabellos rosados; Natsu Dragneel, sin duda. Era la viva imagen de su reverendo padre. Abrió los ojos como platos cuando una esbelta rubia, su santísima hija, bajó del asiento del copiloto. Enfureció y salió de la cobertura, descendiendo los escalones que llevaban hasta el aparcamiento. Zeref lo siguió.

—¡Lucy! —gritó.

Su hija se quedó petrificado al verlo.

—Pa... Papá...

—Ni papá ni hostias, idiota.

A su lado, Zeref le sonrió a Natsu, que estaba confundido.

—Al fin te encuentro, hermano. Y veo que te has encontrado con tu prometida.

Natsu palideció.

—¡Eres una vergüenza! —La imponente voz del señor Heartfilia opacó cualquier ruido—. Debería matarte. He tenido que ir a un maldito club de streptease a buscarte. Y me he enterado de que trabajas ahí... Es vergonzoso. Una amiguita tuya me lo dijo todo. Vas a volver conmigo a casa —sentenció. Miró a Natsu—. Y tú vienes también. Os vais casar queráis o no.

—¿Casar? —Su hija miró a Natsu, que estaba blanco como un muerto—. No me digas que tú eres...

—Así es —asintió Zeref—. Natsu, te presento a Lucy Heartfilia, tu prometida. Lucy, te presento a mi hermano, Natsu Dragneel, tu prometido.

Porno para dosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora