XXXV - COMO MADAME BOVARY

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Juvia abrió la puerta y Erza no le dio su tinto de verano, sino que la derrumbó y le hizo una llave. Suicídate si puedes, le dijo, y rompió a reír mientras sorbía su vino. Justo entonces, Gray entró por la puerta desnudo y mojado; tenía el semblante descompuesto, como si le acabasen de denegar una beca. Viendo el panorama, los médicos desalojaron rápidamente.

—Tu parienta tiene algo que decirte —lanzó Erza.

Juvia se resistía y pataleaba. Consiguió liberarse y corrió hacia el minibar, donde la esperaba su vino tinto.

—Dejadme en paz. Sois todos unos hijos de puta y yo estoy muy borracha.

Natsu y Lucy estaban sentados en el sofá, como si vieran una película. Lo era: de serie B.

—Gray, ¿qué sabes del perdón? —preguntó Erza—. El perdón es muy necesario en la vida. Qué bien nos habría ido si Dios hubiese perdonado a, no sé, Lucifer. Todos hemos cometido errores y algunos incurrimos en ellos una y otra vez, como madame Bovary. Madame Bovary se suicidó, perdón por el spoiler, pero siempre pienso en ella cuando hay cuernos.

—¿Cuernos? —Gray estaba desconcertado—. ¿A quién le han puesto los cuernos?

—¡A ti! —estalló Juvia—. ¡Te he puesto los cuernos, sí! ¿Qué pasa, he matado a alguien? ¿Qué hago, Lucy, me mato? ¿Me flagelo? A lo mejor debería. Me lo follé en un hotelazo de cinco estrellas, cené con él y me lo follé otra vez. Deliberadamente. Lo siento mucho, Gray. Puedes lapidarme si quieres. Me lo merezco. Te quiero, eres el amor de mi vida y me he follado a otro, es más, me ha encantado. Perdóname.

—Eso es, entona el mea culpa, pedazo de ramera —contestó Erza—. Sabía que hacer una despedida de Shrek sería lo mejor.

En silencio, Gray fue a la alcoba para coger ropa de Natsu. Volvió vestido y miró a Juvia con una dureza impropia de él, una dureza que caminaba sobre la cuerda floja, sobre el abismo del dolor y la incredulidad. Lo había escuchado claro: me he follado a otro, me he follado a otro, me he follado a otro..., pero te quiero. Gray no quiso escuchar nada más, dijo que se marchaba, que no le buscasen. Juvia se arrojó a sus pies y le pidió que no se fuera, que la dejase hablar, pero entonces descubrió una faceta de él que no conocía y eso la asustó. Ningún hombre le había hecho eso, ningunos ojos tan llenos de nada, de decepción y de amor a la vez. Juvia quería matarse y lo habría hecho de haber estado sola.

Lucy lo siguió con la mirada hasta que desapareció, cerrando la puerta tras de sí. Se aclaró la voz, todavía gangosa.

—Esto lo tenéis que solucionar antes de mi boda.

Erza respondió con una seriedad atípica:

—Creo que lo has perdido para siempre, Juvia.

Juvia apretó los labios, se enjugó las lágrimas e hizo un esfuerzo por levantarse, pero no pudo y empezó a llorar otra vez. De fondo, Natsu roncaba.

—Venga, venga, te llevo a casa —Erza la levantó del suelo, agarrándola por los brazos inertes—. Juvia, el mundo no se ha acabado, aunque no lo creas. Has sido una guarra: enfrenta tu destino de guarra.

—Lo odio —Juvia sollozaba—. A Lyon. Lo odio.

—Pues te lo has follado, cariño. Tú lo odias, pero tu coño no. Tenéis que llegar a un consenso.

—Quiero morir. Déjame morir. Gray se ha ido.

—Claro que se ha ido —terció Lucy—. ¿Qué esperabas, que te felicitase? Pobre Gray. No se lo merecía.

—Yo tampoco me merezco esto. Se ha ido así, como si nada, como si no importase. Es el amor de mi vida. Mi corazón está roto.

—Ay, Juvia. —La rubia tenía los ojos enturbiados por el llanto—. Has hecho algo muy difícil de perdonar. ¿Tú lo perdonarías?

—De ninguna manera.

—¿Y cómo esperas que él te perdone?

—Me voy —Y se levantó, digna—. Ya no tengo ganas de matarme. Erza, llévame.

—Pero arréglalo antes de la boda —insistía Lucy.

...

Hilda terminó de leer el libro que había escogido al azar entre las muchas novelas que Flare consumía. 365 días.

—Y por esto arderéis todas en el infierno —sentenció—. Una obscenidad tras otra. La celebración del pecado en cada página. Sin embargo, ¿qué es esto que tengo en las manos? Un pecado, sí, una obscenidad, pero una obscenidad mal hecha. ¿Esto? Esto no es follar. Si yo os contara lo que hacía mi amante egipcio, el padre de mi hijo... No podría contarlo. Ah, pero él recitaba poesía de amor, de pasión. Me leía a esa bollera griega, Safo. Ah, esas noches en El Cairo... Aquello sí era follar. ¿Esto? Esto es una mierda. Lo metería en el Índice de libros prohibidos, pero desapareció en el 66. Es una pena. Las buenas costumbres se han perdido. ¡Flare, eres peor que una ramera arrepentida!

Flare asentía. Ella se encargaba de Hilda y aseguraba que no hacía más que chochear. Se estaba volviendo loca y rezaba siete veces al día.

—Hay una película de la novela —le dijo Lucy.

—No me tortures, Lucy. No me tortures. Mi hora está cerca. ¿Qué haces aquí?

—He venido a que veas el vestido.

—Ya lo he visto. Blanco, como es habitual. Cuanto más puta es la novia, más blanco es el vestido.

—Halaaa —murmuró Flare.

—Los matrimonios son negros —anunció Hilda—. Yo nunca me casé, pero me gustaría haberlo hecho. Con el egipcio. Últimamente pienso en él a cada rato. Es la señal definitiva: voy a morirme. Lo haré después de tu boda, después de la luna de miel. Quiero darte un tiempo de felicidad. Compra un vestido negro para mi funeral, para mi matrimonio con la eternidad. Caminar por el tanatorio es como caminar hacia el altar: son viajes de los que ya no se vuelve, Lucy. ¿Piensas que puedes volver del matrimonio, que puedes separarte? Puedes, pero ya nunca serás la misma. Ya no dirás «Soy soltera», sino «Estoy separada». Es como la muerte, no se puede cambiar. El matrimonio es el tanatorio del amor: ahí se queda el muerto, expuesto en su vitrina para que todos puedan verlo... Ten cuidado, Lucy, y confía en Dios.

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