Las muchas formas del pecado (V)

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#Confesión.

Resulta que alguien se da cuenta de sus paseos mañaneros con el padre Gabriel y dos cosas simultáneas pasan: Su madre comienza a ser más amable con él y la imagen del sacerdote se eleva por la idea general de que trata de salvar a un alma corrupta. Toda la necesidad de Beelz de rebelarse se activa con esto último, pues le gusta escuchar que el padre Gabriel estaría decepcionado si supiera las opiniones que expone en clase.

Se ríe y dice que eso es una discusión para sus confesiones. Crowley es el único que nota las cosas como son:

―¿Te gusta él? ―están sentados sobre una de las aulas, el techo medio oxidado es su único soporte.

―Claro que sí. No lo has visto. ¿A quién no le gustaría?

Una ceja roja se eleva con evidentes signos de molestia. La sexualidad de Crowley le permite tener ojos, pero solo un objetivo, a Luci le gusta decir que él ya se ha casado y comprometido sin que siquiera le devuelvan la mirada.

―Él te lleva como por mil años.

―Son solo diez.

―Es una eternidad. Debe verte como a un mocoso malcriado, ¿estás seguro que no le recuerdas a su hermano menor?

La idea es tan aterradora como entusiasta. Sea que él mismo o Crowley, tengan razón, puede permitirse un deje de estupidez en el que sabe que la otra persona no le mirará jamás como espera y, por tanto, no tiene que sentirse responsable de lo que siente. Eso es bueno para su corazón, para no albergar ninguna esperanza vana que le propicie esperanza. Toda una vida de burlas le han preparado para esta no confrontación.

O eso piensa, al principio, pues con el pasar de los días se encuentra sumergido en una urgencia cada vez más latente de hacer algo, qué y porqué, escapa a su comprensión. Solo sabe que necesita llamar la atención continuamente, al menos la atención de Gabriel. El hombre no es ajeno a su comportamiento en extremo imprudente, aunque él lo toma como una más de sus excentricidades.

―Supongo que todos los chicos pasan por algo como esto ―dice, el viernes siguiente, cuando caminan debajo de sus respectivos paraguas―. Quieres que todos te vean y reconozcan que eres tú.

No lo contradice. Asiente, mientras salta entre los charcos que deja la lluvia sobre la grava. Ya no va en bicicleta. La cercanía obligada por el trayecto es más espesa así. Ahora puede distinguir el olor del hombre incluso cuando no está cerca, como si cualquier viento de otoño pudiera traerlo. Está enloqueciendo. Lo puede notar porque ha dejado de escribir notas en clase, y más bien lleva una amalgama extraña de dibujos inconexos y el nombre, mil y un veces repetido, del sacerdote.

―No quiero que todos me vean. ―Ese es un comportamiento irrelevante. Se detiene, el barro ya ha hecho una ligera película sobre el borde de sus zapatos―. Creo que solo quiero una cosa.

El hombre se detiene a su lado, aprieta el paraguas con ligereza, como si este no se fuera a perder ante el primero soplo de viento.

―No entiendo.

Sus ojos se encuentran. Beelzebub aprieta sus labios, un gesto de absoluto desdén que guarda para sus compañeras más insolentes y para Crowley, cuando está siendo insoportablemente cursi. Parpadea un par de veces, espantando toda posible fantasía.

—Solo quiero que usted me mire ―confiesa, sin sentir nada, más allá del frío que viene desde el sueño y paraliza su columna.

―Solo yo. ―La repetición es absurda.

Siguen mirándose. Un largo momento. Nadie dice nada. Beelz podría correr, pero sus piernas no responden. Patético, como siempre. Y, como sabe que ya lo ha echado todo a perder, decide que no le importa el resto. Puede volver a sus planes de huir a la ciudad. El empuje que usaría para correr, lo pone en empinarse, en alcanzar mínimamente la altura de su interlocutor y pone un casto y sutil beso en los labios que intentan abrirse para decir algo.

Entonces sí, siente que puede correr. Alcanza a dar una media vuelta, tira su paraguas al piso. Una mano fuerte, pesada, detiene sus movimientos.

―No deberías haber hecho eso.

―¿Por qué... ―El beso que le es devuelto hace que pierda toda las ideas y abra mucho los ojos. La sorpresa de ser correspondido es, como mínimo, paralizante. Luego, es aterrador y, al final, destructivo. Se rinde. Le gusta la sensación electrizante desde sus pies hasta la coronilla, la suavidad de unos labios contra los suyos y el sabor a libertad en todo ello.

Meses de temores e incertidumbre se convierten en una certeza extraña, no esperada, pero suficiente para tomar decisiones. Esto es bueno, está bien. Cuando vuelve a su casa en la tarde, empaca sus pertenencias en la primera maleta que encuentra y pone una carta dirigida a la casa cural en el correo.

Si el padre Gabriel decide alcanzarlo alguna vez, sabrá dónde encontrarlo.

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