SAUDADE

8 2 0
                                    

Distaba de parecer un gorrión común. Ellos no se dejaban seducir por las malas lenguas ni tampoco seguir asistencia ajena, por muy sorprendente que fuera, por muchos colores que entibiaran la mente, como pequeños niños atrapados de acuerdo con fingidas palabras. Su pico no era negro, de color castaño acaso; y todavía así, la negrura de aquellos insignificantes ojos representaban el nacar, la naturalidad de la vida misma, la virginidad de una pureza inocua. Podría haberlo aplastado con ese viejo volumen de Oscar Wilde que hojeaba todas las cálidas noches de verano, “El retrato de Dorian Gray”. Imaginaba sus plumas encarnadas sobre las presunciones de lord Henry Wotton o el mismo Dorian, quizás un perfecto y caótico carmesí tiznando las hojas color arenoso. Me pregunto cuál sería su olor, si resistiría el aroma arcaico frente al plasma o, por el contrario, ambos principios se conectarían para formar una nueva esencia trivial, la sugerencia de quienes pierden la cordura y omiten sus pensamientos benévolos. 

Él vino hacia mí, en marcha repetitiva con saltos. Entonces un ardor punzante hostigaba mi espalda; tenía el tejido vascular de tres cactus naufragando la piel posterior. La fricción inexistente consintió múltiples garabatos más allá de la funda de mi corazón hasta quedar totalmente entumecido en ceguera; la pérdida temporal de una vista paradójica, donde de manera única pude ver aquella silueta breve: cima, redención e ímpetu. A pesar de todo, la contraportada parecía dificultosa al levantar. Ni siquiera lo intenté; es posible que no la alcanzara a tiempo, es posible que mi deseo enfermo sucumbiera, es posible que el gorrión inerme marchara antes de que pudiera rendirme a las tinieblas. Mi compañía se había ausentado, la única criatura capaz de sobrellevar esta melancolía partió a través de los ojos imprudentes que quisieron prensarla encima de una novela irlandesa. Nadie percibe un desenlace confuso, mucho menos lo haría aquel pájaro intruso que visitó fortuitamente la habitación y, en pocos minutos, retrocedió por la ventana allende mi obstruida visión. 

Se me ocurrió dibujarlo, era un esbozo sin poder ni firmeza, sin color ni trama, sin atracción ni coherencia. No muchos manifestarían que “eso” fuese un animal, mucho menos un ser viviente. Seré demasiado abstracto, me falla la cohesión. Pensamiento inefable. Mientras trazaba más líneas, menos comprensible era el gorrión; un cúmulo de arañazos carbonizados. La mácula presentaba anarquía, y entre el estupor que me generaba aquel mensaje visual, contemplé la ventana. Habitualmente era mi punto de confidencia, donde alma y reflexión se unen en un idílico enfrentamiento; a veces vence la reflexión, y reconozco lo que veo, mis pensamientos, los miedos que aterran a todo ser, las malas intrusiones mentales; a veces vence el alma, y el juicio yace para que cavilación y concepto puedan disfrutar del paisaje galvánico, ese conjunto de significado banal como cualquier lámina de papel, pero implicando el conocimiento de su escritura. Eso es lo que me identifica, mirar por la ventana con esencia y comprender Alberobello sobre mi lacrimosa moral; cuándo podré escapar de esta celda sin barrotes, acaso la vida es una intención pecaminosa, a lo mejor todos estamos eternamente condenados desde el nacimiento y la muerte es nuestra salvación. 

Colgué el moderno boceto sobre la pared. Ahora, después del séptimo dibujo, considero que mi fuerte no es el sentido de la ornamentación, todo turbado y sin seguir un recorrido conexo. Debería evitar el escándalo o sería borrar indirectamente mi pensamiento. El alcance del arte es la eternidad, la perspicacia, el entendimiento. Extendí la mano y posé sobre el tocadiscos aquel nuevo disco microsurco, sonó “Golden Years” y tres de mis prolongaciones comenzaron a tropezar al unísono con la simetría musical. Intempestivamente, el conjunto íntegro ondeó como trozo de tela, ese permiso elevándose sobre la piel y cobrando aquello que codiciaba; sin embargo, él forzó mi gozo. Estaba crispado, extinto de rabia. Tanta cólera había teñido las mejillas propias de fervor, como un animal en cautiverio; la vehemencia flotaba nuevamente a través de la ventana. Recuperó el gorrión su predilección, dejándose caer encima del marco. Secaba mi mirada. La música se detuvo y con ella mi buena intención, los trabajos intelectuales que realzaban el rictus murieron. El disco y el esbozo fueron quebrantados por la malevolencia. Los había fracturado en segmentos, ambos elementos se frustraron en el suelo; ahora solo eran eso, piezas individuales de algo pasado. El pájaro tenía la culpa, su retorno únicamente hendió la poca satisfacción que me quedaba, por ello quise matarlo, pero volvió a desaparecer, al igual que la vez anterior. Suceder para preceder. Allí quedé narrado por la luz tenue del crepúsculo, entre trozos de papel y un vinilo desmenuzado. La aguja del tocadiscos progresaba entonces el himno de mi desaliento. Permanecí inmovil hasta la llegada nocturna, hasta que la composición discreta de aquella aguja fue acostumbrada y la pena ya parecía un sentimiento en regla.

SAUDADE.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora