CAP. 03

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En el dormitorio de Giselle era imposible dar dos pasos seguidos sin pisar ropa que había tirada en el suelo. El cuarto era pequeño, aunque algo más grande que el mío. A la derecha se encontraba la cama. Estaba tendida. Un par de cuadernos y un libro de Derecho Penal, una de las materias de la carrera que Giselle cursaba en la universidad, reposaba  sobre ella. Al igual que mi padre, ella también quería convertirse en abogado. Siempre decía que no pensaba ejercer como defensor, tal como lo había hecho papá, sino como fiscal. No toleraba que el causante de su muerte estuviera libre. A juicio de mi hermana, la policía había presentado pruebas contundentes como para condenarle, pero el juez que manejaba el caso no lo consideró así. Al parecer, la persona culpable no recordaba haber cometido el asesinato; estaba bajo el efecto de las drogas. Una pericia psiquiátrica le dió la razón a la defensa, por lo que el magistrado lo declaró no imputable y le obligó a internarse en una clínica especializada. Tan solo unos meses más tarde le dieron el alta.

Un reloj bañado en oro, regalo de mi abuelo a mi padre en el día de su graduación, le había costado la vida a manos de aquel individuo.

Veamos qué podemos encontrar en la laptop de tu hermana  ―dijo Seulgi. La computadora permanecía cerrada sobre un pequeño escritorio.

La primera vez que escuché a Seulgi fue a los diez años. Fue la primera con la que conversé. Al principio no le respondía en voz alta, lo hacía solo en mi mente, hasta que un día descubrí que mis compañeros de clase me miraban de manera extraña y se reían. Recuerdo que Yerim, la niña que se sentaba conmigo pidió que la cambiaran de lugar. Entonces la maestra solicitó una reunión de padres y les planteó el problema. No sé bien que les dijo, pero como consecuencia de esa charla, mi madre me llevó a ver a un doctor: un psiquiatra. Durante un año, tuve que asistir a una consulta por semana. Se suponía que el médico intentaría descubrir cuál era el problema y me ayudaría a superarlo. Pero no lo logró. Mis amigas habían llegado para quedarse.

A pesar de las voces, me esforzaba por concentrarme en clase. Claro que cada que decía algo en voz alta se burlaban de mí. Más de una vez, mi padre propuso cambiarme de escuela, en particular antes de que empezara sexto. Quería que cursara el último año escolar en un entorno donde no me conocieran. Pero el médico se lo desaconsejó. Según él, cualquier modificación de mi rutina diaria podría resultar negativa.
Cuando empecé el liceo, mi padre murió y las voces se ensañaron conmigo. Ya no lograba concentrarme en nada y conversaba sola todo el tiempo. Una mañana, el Director llamó a mi madre y le habló sobre lo difícil que le resultaba mantenerme dentro de una clase con los demás alumnos. Le sugirió que no concurriera por un tiempo, así los médicos podían dedicarse de lleno a que recobrara mi salud. Si mejoraba, siempre podría reintegrarme al curso.

No fue fácil. Hubo momentos en los que no me reconocía ni a mí misma. Pero gracias a la medicación y a la ayuda incondicional de Giselle, algunos meses más tarde, empecé a recuperarme.
Pero, aunque nunca volví a ser la misma, al año siguiente, mis amigas y yo regresamos al liceo.

La computadora, Winter ―insistió Seulgi al notar que dudaba.

―A mi hermana no le gusta que se metan en sus cosas ―negué con la cabeza.

¿Vas a preocuparte por eso, cuando la clave para encontrarla podría estar allí? Además, no se va a enterar. Yo no se lo voy a contar... ―se burló.

A lo mejor Seulgi tenía razón. Si algo malo le sucedía a Giselle y yo no había intentado ayudarla, nunca me lo perdonaría.
Sin estar del todo convencida, recorrí la distancia que me separaba del escritorio y me senté. Cuando estiré la mano hacia la computadora, una nueva voz me sobresaltó.

¡No toques eso, jovencita!
Era la voz de una mujer: de tono amable. Cada vez que la oía, una agradable sensación de calma me invadía. Siempre me trataba como si fuese su hija. Por lo general se aparecía a la hora de dormir, cuando estaba acostada, y me contaba un cuento hasta que me quedaba dormida. Aunque nunca conocí a mi abuela paterna, me gustaba imaginar que esta mujer de anciana se le parecería. Mi padre decía que era igual a mí: "Tienes los mismos ojos cafés, esos a los que no puedo negarme cuando se proponen algo ―me hacía un guiño―; también te pareces en el cabello, no tan largo de tonos medio oscuritos ―sonreía―. Me hubiera gustado que la conocieras".

ABISMO ㅤ ✿ ㅤ winrina.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora