Te escribí con la ilusión de que tan solo contestaras.
Te pregunté cómo estabas
y te respondí un par de estados.
Siempre pensé que yo te interesaba
al menos tanto como tú a mí,
pero tú solo me atendías
cuando no tenías más nada que hacer
y enviabas un “hola” casual
cuando tu vida se encontraba en pausa
y lo suficientemente aburrida
para que me vieras.
Para que me notaras.
Y ahí estaba yo,
del otro lado de la pantalla,
respondiendo al segundo,
con temor de que volvieses a desaparecer.
Pero aprendí tarde
a que no desaparece
quien jamás estuvo.