01. Mañanas de Los Ángeles

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Katherine Lee abrió los ojos aquel día para encontrarse con las mismas vistas que había tenido todo el verano: el salón del piso de su bisabuela.

Era un salón bonito; techo alto, pintorescos muebles de madera oscuros, elegantes jarrones de flores, ventanas que llegaban desde el suelo hasta el techo, estanterías llenas de libros y adornos... Era amplio y luminoso, y, si no hubiese sido continuamente arrasado por un pelotón de adolescentes alcoholizados durante dos meses, hubiese sido un sitio muy agradable en el que despertarse. En aquel momento, sin embargo, daba la impresión de que acababa de ser devastado por un huracán.

Lentamente, Kate se incorporó en el sofá, siseando por entre sus dientes. Su piel estaba irritada, y ardía al contacto con la áspera y fibrosa tela que cubría los colchones del sofá. Cada vértebra de su columna protestó ante el movimiento, dolorida tras una noche entera en una posición incómoda, y la chica gimió ligeramente ante el dolor.

Se lamió los labios, haciendo una mueca. Su boca estaba seca y pastosa, y su lengua sabía horrible. Apoyándose en el reposabrazos del sofá, se puso en pie y empezó a caminar hacia el pasillo. En el suelo, medio escondida entre la mesita baja y un sillón, se encontraba lo que parecía una pila de cojines cubierta por una sábana con estampado florido. Le pegó una ligera patadita antes de salir del salón, sonriendo cuando dicha pila de cojines soltó un gruñido desorientado y empezó a moverse bajo la sábana.

Una vez en el baño, abrió el grifo y se enjuagó la boca agresivamente tres o cuatro veces, ansiosa por quitarse aquel horrible sabor de boca. Entonces, tras examinar el reflejo de su cara en el espejo, llena de manchitas rojas y veteada con rímel corrido, se encorvó sobre el lavabo y se lavó la cara, frotándose los ojos con vehemencia. Cuando se incorporó y abrió los ojos, se encontró con no uno, sino dos pares de ojos mirándola de vuelta: los suyos propios, y los de su hermana.

–Hola, putilla –saludó Kate, su voz grave y áspera.

–Hola, putilla –correspondió Pam antes de bostezar.

–¿Me pasas la toalla?

Pam asintió, girándose hacia el armarito de las toallas–. ¿Has sido tú la que me ha metido antes un patadón? –preguntó, cogiendo una del montón y extendiéndoselo.

Kate asintió–. Ajá –confirmó antes de coger la toalla que le ofrecía su hermana y secarse la cara con ella–. Quería estar segura de que estuvieses muerta. Imagínate mi decepción.

Ignorándola, Pam se separó del marco de la puerta en el que se había estado apoyando, fue hacia el váter, se bajó las bragas, y se puso a mear–. Tengo hambre. ¿Tú no tienes hambre?

Sintiendo algo trepar rápidamente por su garganta, Kate se cubrió la boca con la mano y cerró los ojos con fuerza, obligándose a mantener los contenidos de su estómago dentro de su cuerpo y no fuera.

–Me tomo eso como un no –concluyó Pam, levantando las cejas–. ¿Dónde está toda la peña de anoche?

–Pues a Robbie empezó a hablarle una tía y se fue con ella a no sé dónde... A Kimmy la recogió su abuela a las tres, Claire tuvo que irse porque la llamó su padre todo cabreado... Ah, y Marshall me ha despertado a las siete esta mañana para avisar de que se iba –enumeró Kate–. Y el personal no identificado supongo que se iría dispersando durante la noche, vamos, porque aquí no parece que quede nadie.

–Ay, si es que sólo nos quieren por el buen rato –se lamentó Pam en broma antes de apretar las piernas y hacer una mueca de dolor–. Me arde mear. ¿Me follé a Sean anoche?

Kate, que había estado removiendo agua en su boca con el fin de librarse del regusto a vómito, la escupió en el lavabo, frunciendo el ceño–. Pues si lo hiciste, más te vale que no se haya manchado la alfombra, porque yo no la voy a limpiar.

𝙃𝙀𝙇𝙇'𝙎 𝘼𝙉𝙂𝙀𝙇𝙎Donde viven las historias. Descúbrelo ahora