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A la hermana Irene se le fue el día entero tras la ventanilla de aquel vagón de tren, mientras miraba hacia el horizonte pensaba en aquel sentimiento prohibido, y por más que quisiera reprimirlo le era imposible, sabía que todo era efecto de la pócima, pero eso no le quitaba el fulgor de aquello que se permitía sentir por el más hermoso de los infernales.

Apenas había anochecido, cuando el vagón se detenía gradualmente. La hermana Debra supo lo que pasaba, alguna vez pasó por una situación similar.

—Son ladrones —anunció en voz baja a Irene.

Los malhechores habían cambiado de vía el tren y lo habían detenido a su conveniencia. Pronto subió una cuadrilla de hombres armados para asaltar a los viajeros.

—Ustedes también, hermanas, saquen todo lo que traigan de valor —Dijo uno de los bandidos apuntándoles con la escopeta. —Aquí no está Diosito para ayudarlas.

—Pero el diablo si —Aseveró la hermana Irene.

Los asaltantes se echaron a reír, pero su risa se desvaneció cuando uno de ellos salió volando por el aire y cayendo hasta el fondo del vagón; en el extremo opuesto estaba Valak con su apariencia más maligna recibiendo disparos que no le hacían ningún daño, cansada de aquellos atrevimientos, rugió desde el fondo de sus entrañas dejando petrificados de horror a los asaltantes que no tardaron en salir corriendo.

—Valak —exclamó la hermana Irene refugiándose en los brazos de su demonio. —Volviste, nos salvaste.

Valak rodeó con sus brazos a la hermana Irene, haciéndola sentir segura, un demonio enamorado nunca dejaría que los miserables mortales le hicieran algo malo a su amada. Un quejido de dolor les interrumpió el abrazo.

—¡Oh Dios! Mi hombro —se quejó la hermana Debra.

La hermana estaba herida, sangraba copiosamente y no paraba de quejarse.

—¡Un médico! —Clamó la hermana Irene.

No parecía haber nadie cerca, los pasajeros habían huido y las monjas estaban solas en medio de la nada. Detrás de la imponente figura de Valak apareció un hombre sin nada de especial, se presentó.

—Soy Marbas, el que cura las enfermedades, el que sana dolores, Valak me ha invocado.

—No me dejaré ayudar por un demonio, prefiero morir aquí mismo —renegó la hermana Debra.

—Hermana no sea necia —pidió Irene.

—De menos déjenme guiarlas hasta el médico más cercano —insistió Marbas.

Ahora los cuatro iban de camino, la hermana Debra además de adolorida iba incómoda siendo cargada por Valak, mientras otro demonio les guiaba a mitad del espeso monte hacia un poblado cercano en busca de un médico.

A las puertas de una grande casa estaban la hermana Irene y la hermana Debra, un hombre anciano abrió la puerta y de inmediato hizo pasar a la hermana herida. Pasado el tiempo de la curación, el médico resolvió que la hermana Debra debería pasar la noche ahí, bajo observación; y la hermana Irene podía quedarse ahí con ella o buscar refugio en la abandonada iglesia del pueblo... Irene resolvió más sensato quedarse en la iglesia que en casa de un extraño, no se sentía intranquila de dejar a su amiga sola, porque Marbas se quedaría a acompañar a la hermana Debra, invisible para no causar problemas, pero dispuesto a cuidarla de ser necesario.

La hermana Irene caminaba entre las oscuras calles del pueblo casi desierto, atrás suyo iba Valak.

—Espero que no tengas problema por el lugar —musitó Irene, sabiendo que llevaba a un presidente del infierno a un lugar sagrado.

Bendito sacrilegio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora