Prólogo

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Mu Qing siempre evitaba aquellos recuerdos.

Y para ello siempre buscaba tener otra cosa en mente, contabilizando gastos de su palacio, a veces buscaba hasta la más mínima imperfección en cualquier detalle del mismo (que cada vez era más difícil pues se había asegurado de diseñar cada detalle la perfección) también se distraía entrenando a veces meditando e incluso había aprendido a tocar algunos instrumentos, todo con tal de mantener su mente ocupada.

Y fueron 800 años evitando los recuerdos de su vida mortal.

Pero era imposible simplemente evitarlos, algunas veces, cuando decidía descansar o simplemente se distraía, cada recuerdo, cada momento, cada toque y cada palabra. Todo volvía a él contra de su voluntad.

Cada memoria de aquel amor que jamás se concretó y ya no era suficiente con culparse cada día por no ser lo suficientemente fuerte, no cuando todo habían quedado en promesas rotas y palabras crueles bajo la excusa de ser honesto.

Y lamentablemente, este era un de esos momentos en los que sus sentimientos y su mente jugaban en su contra. Mu Qing había decidido tomar un descanso, estaba acostado en su cama y tenía más de una hora intentando quedarse dormido sin ningún éxito y todo porque lo único que podía hacer era pensar era en él.

El general Nan Yang.

Aquel Dios de tez bronceada, aquel que es unos cuantos centímetros más alto que él, aquel con él que discutía en el instante en el que se dirigían la palabra y aquel que había sido su primer y último amor.

Después de Feng Xin, Mu Qing se juro así mismo, concentrarse en su cultivo, en sus habilidades para pelear y jamás volver a enamorarse.

Pero ¿Cómo podría enamorarse de nuevo? Cuando llevaba 800 años sin poder sacar al general Nan Yang de su mente y mucho menos de su corazón.

Y era estúpido solamente imaginarlo, aún si es lo que más quería.

Porque seguir amando a Feng Xin después de ocho siglos ya no era más que torturarse a si mismo.

Dicen que si algo se acaba es porque así debía ser, pero Mu Qing no quería que las cosas fueran así.

Y quizás Feng Xin tampoco lo quería.

Una eternidad sin tiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora