𝐈

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Cuando era joven vivía en una de esas ciudades que, incluso, desde la distancia, ya aparentaban ser paradero de más pobres que ricos, y al igual que tantos otros como yo, no poseía un sitio al que llamar «hogar». Me hospedaba en una de las habitaciones pertinentes a un avejentado edificio departamental y, si bien no era de lo más cómodo, era mucho mejor que vivir en casa de mi madre, donde todo siempre apestaba a alcohol y donde nunca podía concentrarme en mí mismo, mucho menos en mis intentos por convertirme en alguien, a través del estudio.

Regresar tarde se había convertido en una costumbre forzosa, redondeando las diez de la noche, después de una larga jornada que tendía a dividirse entre un miserable empleo de tiempo parcial y el estar sentado frente a un escritorio, circundado por libros, papeles y plumas manchadas con tinta negra.

Una de las pocas ocasiones en que llegaba pasada las once, debido a algún tipo de percance, me encontré con ella, sí, ella. Estaba de pie frente a su puerta, con la cabeza girada hacia mí, mirándome fijamente. Era una muchacha como ninguna que hubiera visto antes, alta y erguida, con la piel tan blanca que, si alguna vez se hubiera ruborizado, cualquiera lo habría notado enseguida. Tenía el cabello más largo y fino, con labios demasiado delgados para poder ser besados, su nariz con una sola forma posible de ser descrita: perfecta. Aunque, lo que más me llamaba la atención no era su figura, ni su cabellera, labios o nariz, lo que más me inquietaba eran sus ojos, cristalinos, al punto en que uno se veía reflejado en estos. No podría decir si la tonalidad del iris que los cubría era verde, azul o gris, solo sé que jamás volveré a admirar ojos como los suyos. 

Antes de tener la oportunidad de dirigirle la palabra, se escuchó un fuerte golpeteo que, asumí, había provenido de uno de los cuartos del primer piso. Me sorprendí, como si acabara de reaccionar y, por un segundo, volteé la vista al punto de origen de ese sonido, pero, al retomar mi atención en la muchacha, descubrí que ya no estaba ahí. 

Me quedé inmóvil, observando con detenimiento la puerta de su apartamento. Aún recuerdo el número marcado con pintura blanca sobre la madera envejecida —13—. Tras el transcurso de lo que, creí, fueron un par de minutos, presumí que había entrado en su cuarto justo cuando me distraje, a causa del repentino estruendo. Entonces, me dispuse a hacer lo mismo, e ingresé en mi propia habitación.


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𝓔𝓵𝓵𝓪Donde viven las historias. Descúbrelo ahora