Prólogo

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Nunca había visto a mi madre tan desesperada. Sus gritosse mezclaban con el llanto, mientras aquellas personas trataban de sacarla de nuestra casa a la fuerza. Se aferró al marco de la puerta y sus uñas dejaron huellas en la madera cuando tiraron de sus brazos sin ningún reparo. Como si en lugar de una persona estuvieran arrastrando una muñeca.

Un hombre la levantó en peso y trató de cargar con ella. Quise detenerlo, pero otro se interpuso en mi camino y me empujó contra la pared. Hae In evitó que cayera al suelo. Me rodeó los hombros con su brazo y me mantuvo pegado a su cuerpo. 

—No mires —me dijo.

Hae In era mayor que yo, ya tenía doce años y yo, solo ocho, por esa razón siempre debía hacer lo que me pedía.Los hermanos pequeños obedecen a los mayores. Cerré los ojos y apreté los párpados con mucha fuerza, como si así también pudieran desaparecer los sonidos. 

—Debe de ser un error. No es posible. ¡Él no puede habernos hecho esto! —gritaba mi madre—. ¿Dónde está? No puede haber desaparecido. Él jamás me abandonaría. 

—Señora, hace semanas que vació sus cuentas y que entregó la propiedad de la casa al banco. ¿No ha visto los avisos? 

—¿Qué avisos? No sé nada de eso. —Aulló como un animal herido. Lanzó los brazos a mi tía, que lo observaba todo desde una esquina, con lágrimas en los ojos—. Bo Hee,búscalo. Dile que venga. Él lo arreglará.  

—No contesta al teléfono, y en su empresa dicen que renunció hace meses. 

—¡¿Qué?! Eso no es verdad. Se habrán equivocado. 

—Señora, llamaremos a la policía si no abandona la casa. 

—Por favor, no pueden echarme de mi casa. ¿Adónde iré?¿Y mis hijos? 

 —Señora...

 —Es mi casa, no pueden quitármela.

Pero lo hicieron. Pusieron un candado en la puerta y nos obligaron amarcharnos casi con lo puesto.

 Con el poco dinero que nos quedaba, mi madre alquiló una habitación mohosa en una pensión que se caía apedazos. La primera noche no hizo otra cosa más que llorar,y continuó en ese limbo extraño durante un tiempo. A ratos, ausente. A ratos, desquiciada. Sin hacer nada. Con la ropa mal colocada y el pelo sucio y revuelto. Rota. Haciéndose cada vez más pequeña. Más insignificante.

No hablaba. Tampoco comía. Rechazaba todo lo que mi tía le ofrecía y que ella misma nos cocinaba.A veces ni siquiera parecía que respirara dentro de aquella cama de la que no se levantaba.Y fuera de esa habitación, el mundo continuaba girando mientras nosotros solo sobrevivíamos.

Cuando llevábamos así unas cuantas semanas, algo cambió.

Hae In y yo nos encontrábamos en el baño. Él me estaba lavando el pelo, hablábamos en susurros y pronunciamos su nombre. Segundos después, la puerta se abrió y mi madre entró dando tumbos. Tenía los ojos inyectados en sangre y el rostro, consumido. Nos miró como si nos odiara, y lo hizo durante tanto tiempo que logró asustarnos. Entonces, su gesto cambió. Se arrodilló junto a nosotros y nos abrazó con fuerza, meciéndonos contra su pecho como cuando éramos pequeños. Nos apartó el pelo de la cara y nos besó en la frente

—Quiero que me escuchéis atentamente —dijo con la voz rota. Tan flojito, que contuve el aliento para poder oírla—.Nunca, jamás, volváis a pronunciar su nombre. No habléis de él. No penséis en él. Para nosotros, ese hombre está muerto. Nunca ha existido, ¿de acuerdo?

—Sí, mamá. 

—¿Me lo prometéis? 

 —Sí, mamá. 

—Si rompéis esta promesa, me moriré. 

—No lo haremos —respondimos. 

—Solo os tengo a vosotros en el mundo. —Nos llenó de besos las mejillas—. Mis niños. Mis pequeños. Os quiero tanto.

—Y nosotros a ti. 

—Saldremos de esta, os lo prometo. Mamá cuidará devosotros. 

—Y nosotros cuidaremos de ti —dijo Hae In con lágrimasen los ojos. 

—¿De verdad?

—Nunca haremos nada que te ponga triste y siempre seremos buenos contigo. Nosotros no te dejaremos.

—No te dejaremos —repetí con el bajo de su vestido en mi puño. 

—¿Me lo prometéis?  

En aquel momento le habríamos prometido cualquier cosa para aliviar su tristeza, sin importar las consecuencias. 

—Lo prometemos.

Sus labios se curvaron con una pequeña sonrisa. La primera en semanas.

Esa misma noche, nos bañó como siempre había hecho,nos preparó la cena y lavó nuestras ropas. Después nos abrazó hasta que nos quedamos dormidos. Al día siguiente salió muy temprano y regresó con un trabajo en una casa de baños, donde pasaba horas y horas lavando toallas y limpiando azulejos.

Por las noches, la cena era nuestro ritual. El único momento en el que podíamos verla. Siempre llegaba oliendo a lejía y con las manos enrojecidas. Nunca se quejó. Ni volvió a llorar en nuestra presencia, aunque sabíamos que lo hacía cuando creía que dormíamos.

Tampoco volvió a ser la misma. 

Ninguno lo fuimos. 

Tuvimos una vida, que desapareció tras una puerta de madera con un candado junto con las personas que habíamos sido en esa casa. Después construimos una nueva. Distinta. Más fuerte, porque nuestros lazos se habían estrechado tras superar tantas dificultades. También más frágil, porque sus cimientos se habían levantado sobre un suelo por el que caminábamos de puntillas con miedo a herirnos. 

Esconder nuestros verdaderos sentimientos se convirtió en una constante. Fingir que todo estaba bien, en una costumbre. Aferrarnos a promesas imposibles de cumplir solo nos hizo daño. 

Porque en la vida siempre hay un momento en el que debes elegir entre morir por otros y vivir por ti. Y sobrevivir es un instinto que anula la conciencia y no obedece a la razón.

Aunque ese impulso también suponga el fin. Como aguantar la respiración bajo el agua, siempre llega ese instante en el que tu cerebro te obliga a abrir la boca e inspirar. Y lo haces, aun sabiendo lo que viene después.

  

Tú, yo y un tal vezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora