Capítulo 1

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Recuerda que solo los cobardes mueren, heridos por la espalda mientras huyen. A los guerreros, como tú y como yo, nos aguarda el Valhalla.

Las palabras resonaron en su mente, aunque habían sido pronunciadas en otro tiempo y en otro lugar. En aquel momento se preguntó si Odín daría cobijo también a los necios.

Un chasquido inconfundible rasgó el aire quebrando el tenso silencio que flotaba sobre la aldea. Einar apretó los dientes con fuerza al tiempo que el látigo descargaba sobre su espalda desnuda un nuevo golpe. No gritó, ni siquiera pareció inmutarse; la única excepción era la tensión contenida en sus musculosos brazos y la fuerza con la que apretaba las correas de cuero que sujetaban sus muñecas. No les daría la satisfacción de oír brotar de su boca ni un solo quejido. Él era ante todo un vikingo, un guerrero, pensó con orgullo; y también un necio, tuvo que admitir.

Había desoído las enseñanzas que había mamado desde su infancia: «Nunca le des la espalda a un enemigo, ni apartes los ojos de tus amigos». Y esto era precisamente lo que él había hecho cuando había salido con Niels, Gisli y Daven a cazar al bosque.

Conocían el límite que su padre y la asamblea habían definido, más allá del cual estaba estrictamente prohibido incursionar. Iba desde la costa donde se hallaba establecido el campamento invernal, hasta el lindero septentrional del bosque, donde se alzaban unas rocas enormes en un claro, como si alguien las hubiese colocado allí a propósito. Sin embargo, impulsado por la curiosidad y por la bravuconería propia de la juventud, había animado a sus amigos a ir hacia el este, donde el bosque parecía más tupido y donde, seguramente, encontrarían mejor caza. Sus amigos se habían sumado a su propia locura, al fin y al cabo él era el hijo del jarl y, algún día, sería su líder.

Por un momento había olvidado que no se hallaban en su propia tierra y se había apartado de sus amigos, quedándose solo en un terreno que le era completamente desconocido. Y este error había supuesto su perdición.

Cerró los ojos cuando sintió el escozor del cuero sobre su piel una vez más. Por suerte sus amigos habían escapado y solo le quedaba esperar. Sabía que su padre vendría a por él, y también sabía que lo despellejaría con sus propias manos si no lo hacía antes el látigo.

—¿Qué buscabas?

La voz sonó igual que el restallido de un trueno, pero él la ignoró, y su mirada obstinada permaneció clavada en el suelo terroso que, por momentos, parecía balancearse bajo sus pies. El zumbido en sus oídos se volvió más persistente. Sacudió la cabeza para despejarse, pero el movimiento casi le arrancó un gemido de dolor.

—Dinos qué hacías en el bosque, cachorro de dragón —espetó la voz con profundo desdén.

Sabía que tras la pregunta, y su silencio como única respuesta, vendría otro azote. Oyó el silbido cimbreante del cuero y pidió a Odín la fuerza necesaria para no perder el sentido.

—¡Basta!

El potente grito detuvo el brazo de su verdugo y Einar suspiró aliviado. Si no hubiera estado sujeto por las muñecas, probablemente habría caído al suelo. El cuerpo le temblaba como si tuviera fiebre y la espalda le ardía, pero apretó los dientes y aguardó.

—¿Estás seguro, Cerball? El muchacho aún no ha hablado, pero si me dejas...

—No.

Fue lo único que dijo aquella nueva voz. Sin embargo, por el tono de autoridad contenido en esa única palabra, Einar comprendió que aquel hombre era el jefe de los guerreros que con avidez deseaban su muerte por haber profanado sus tierras. Un brusco tirón de pelo le hizo alzar la cabeza, a su pesar, para enfrentar unos profundos ojos verdes que lo miraban con una mezcla de odio y admiración. Se trataba de un hombre corpulento y mucho más alto que él, y eso que Einar, a sus diecinueve años, medía más de un metro ochenta. Tenía el rostro surcado de cicatrices, una de las cuales, la más grande, le atravesaba la frente de parte a parte. Un grueso bigote y una poblada barba de color castaño —el mismo color de su cabello— ocultaban una mandíbula firme y unos labios generosos.

Cerball observó al muchacho con cautela. A pesar de su juventud, había sido capaz de tumbar a varios de sus bravos guerreros antes de ser apresado. En sus ojos, del color de la plata fundida, no había miedo, pero tampoco odio, cosa que le sorprendió. Hacía años que la tierra de Éire se veía asediada por vikingos. Los hombres del norte habían profanado sus monasterios, saqueado sus aldeas y asesinado a sus gentes; y, desde hacía un tiempo, parecía que habían decidido quedarse, instalando campamentos en la costa oeste y en el litoral del sur de la isla, justo donde ellos vivían. De hecho, sabía que cerca de la aldea había uno de esos campamentos, pero nunca había tenido problemas con sus moradores... hasta ahora.

—¿Has venido a espiarnos? —inquirió con dureza. A pesar del tono amenazador que usó, solo obtuvo silencio como respuesta. Entrecerró los ojos y lo miró pensativo.

Era un joven de buena planta: rostro atractivo, mandíbula cuadrada que denotaba terquedad, nariz rectilínea, el cabello dorado como el trigo en el campo y unos músculos bien desarrollados. En uno de sus antebrazos lucía un tatuaje, una cabeza de dragón rodeada por un círculo que contenía unas runas cuyo significado desconocía.

«Así habría sido Aldair». El pensamiento de su hijo muerto lo sacudió y soltó al muchacho con un estremecimiento.

—Desatadlo y atadlo al poste —ordenó.

Un par de hombres se apresuraron a obedecerle.

—¿Qué vas a hacer con él, MacDúnlainge?

Cerball torció el gesto. El hecho de que Kenneth, su consejero y uno de sus mejores amigos, se dirigiese a él por su apellido, significaba una declaración manifiesta de su desacuerdo. Con un gesto de la mano dispersó a los hombres congregados en la plaza central de la aldea antes de responder.

—Tengo que pensarlo.

El hombre asintió con la cabeza. No era un asunto que podía tratarse a la ligera, aunque tampoco podía demorarse. Seguramente los vikingos se percatarían pronto de la ausencia del muchacho.

—No tardes en tomar una resolución —le dijo mientras se alejaba—. Los hombres tendrán que prepararse.

Cerball se mostró de acuerdo con eso. Los hombres del norte eran predecibles, si se enteraban de que habían hecho prisionero al chico, atacarían. Sacudió la cabeza y se pasó la mano por el rostro con gesto cansado. Demasiadas luchas, demasiadas muertes.

El hijo del DragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora