Capítulo 4

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Cerball se enderezó. Dirigió una mirada penetrante al anciano druida y asintió. Se levantó y tomó la espada apostada en un rincón de la cabaña; coronaba su empuñadura una cabeza de lobo, el emblema de su familia. Lo acarició con el pulgar y suspiró vencido por el peso de una carga invisible. Luego abandonó el cálido refugio de su hogar. 

Eóghan lo siguió más despacio. La suerte estaba echada. Rogó a los dioses que el destino no se hubiese equivocado.

Cerball se abrió paso entre sus guerreros, que se habían formado en un semicírculo de hileras que protegían las cabañas. Cuando llegó hasta Kenneth, la visión lo sobrecogió. En la plaza había unos doscientos vikingos empuñando espadas, lanzas y hachas; los redondeados escudos que sostenían parecían las escamas de un dragón. Hombres rudos, guerreros curtidos, muchos de los cuales llevaban el torso descubierto, adornado con tatuajes, dejando ver unos músculos poderosos.

Uno de los hombres se adelantó. Llevaba el rubio cabello rapado a la altura de las sienes y el resto recogido en una coleta. Su mirada acerada se desvió a un lado y Cerball siguió su dirección hasta donde se hallaba el muchacho atado al poste. Se había puesto de pie y su rostro mostraba un gesto pétreo mientras observaba a su padre.

El jarl apartó la mirada y clavó sus ojos en Cerball al tiempo que se cruzaba de brazos.

—Soy Olav Haraldsson, jarl de los Numadair, y exijo que me entreguéis a mi hijo, Einar —. Su voz potente rasgó como un trueno el aire del atardecer.

—El muchacho entró en nuestras tierras sin permiso —repuso el jefe.

El guerrero asintió, consciente de la verdad de esas palabras y del significado que implicaban. De no ser por lo que el sabio anciano le había dicho cuando lo había visitado en el campamento, se habría embarcado en una lucha que no deseaba. Una alianza, en cambio, sería beneficiosa para los dos pueblos.

—Una alianza entre nosotros terminaría con este tipo de problemas —señaló. Un murmullo recorrió las filas de guerreros de ambos bandos.

—Y los dioses nos serían propicios si damos cumplimiento a la profecía.

—Sea, pues. Sellaremos el pacto y me entregarás a mi hijo. Yo castigaré al muchacho.

Cerball frunció el ceño.

—Ya ha sido castigado —declaró.

—¡Por Odín, si quieres guerra, tendrás guerra! —rugió Olav—. Solo un padre tiene derecho a castigar a su hijo.

Un bramido unánime se levantó de entre las filas de guerreros nórdicos.

Cerball alzó una mano para imponer silencio y para detener a sus propios hombres que habían alzado la espada.

—No deseamos la guerra —manifestó con voz clara—. Nuestros pueblos ya han derramado demasiada sangre y perdido muchos amigos y seres queridos. Sellemos el pacto y olvidemos lo demás.

El jarl dio un paso adelante.

—No se puede olvidar el honor mancillado —espetó con furia—. Exijo un holmgang. El combate se celebrará aquí y ahora, y terminará con la primera muestra de sangre. Einar peleará contra uno de tus mejores guerreros.

Un rugido de aprobación vibró en las gargantas de los vikingos.

Cerball se removió inquieto.

—Yo pelearé —le dijo Kenneth, aprestándose a echar mano de la espada.

El jefe se volvió hacia su amigo, pero su mirada se cruzó con la del druida que sacudió la cabeza con firmeza.

—Es necesario que se empuñe la espada del lobo —señaló este.

La duda oscureció los ojos del guerrero. Un estremecimiento recorrió su cuerpo cuando resonó en la aldea el sobrecogedor aullido de un lobo. «Tirka», pensó. Cerró los ojos por un momento, como si dirigiese una plegaria a los dioses, y luego alzó la cabeza.

—Que así sea —declaró—. Soltad al muchacho y preparad el terreno.

Una mezcla de excitación y recelo se extendió entre los guerreros concentrados en la plaza mientras dos hombres se aprestaban a cumplir las órdenes del jefe.

Einar respiró aliviado cuando se vio libre de sus ataduras. Su mente voló hacia la muchacha, que había aliviado las laceraciones de su espalda con un ungüento, lo que le permitiría ahora luchar. Se acercó a su padre que lo recibió con los brazos cruzados sobre el pecho y el ceño fruncido, aunque pudo ver en sus ojos grises una chispa del alivio que sentía.

—Por Odín, ¡has sido un necio! —lo reprendió—. ¿En qué demonios pensabas cuando te separaste de tus compañeros?

El cabello rojo como el atardecer y unos ojos verdes inundaron sus pensamientos, y se sonrojó.

Olav observó atentamente a su hijo. ¿Acaso el viejo tenía razón? Sacudió la cabeza y dejó escapar un suspiro de cansancio.

—Prepárate para la pelea —le dijo al tiempo que le entregaba su propia espada—. Ya se encargará tu madre de tirarte de las orejas cuando regresemos.

Einar sonrió. Miró a su alrededor para ver quién sería su contrincante, pero no encontró al jefe de los guerreros por ningún lado. Había desaparecido en medio del revuelo desatado por la convocatoria del holmgang. Frunció el ceño molesto. Aunque estaba seguro de su propia habilidad, esta podía verse mermada por su espalda herida, y le hubiese gustado saber de antemano con quién tendría que medir sus fuerzas.

La plaza pareció cobrar vida mientras los vikingos se movían de un lado al otro preparando el terreno bajo la silenciosa vigilancia de los irlandeses. Clavaron en el suelo unas estacas, a una distancia de unos tres metros una de otra, para delimitar la zona de la lucha. El sol comenzaba a ocultarse y soplaba una brisa suave. Encendieron antorchas para iluminar el espacio. Cuando todo estuvo listo, los guerreros formaron un círculo alrededor del terreno de combate. Einar se situó en el centro del lugar, espada en mano, a la espera de su adversario mientras los murmullos recorrían las filas de los hombres. Miró a su padre, y este asintió con la cabeza.

En ese momento, el silencio se apoderó de los hombres del Éire. Desde el fondo, las filas se abrieron formando un pasillo. Por fin conocería a su contrincante. Sus ojos se abrieron con sorpresa cuando vio quién empuñaba la espada.

—¡Brianna! —susurró.

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⏰ Última actualización: Oct 29, 2023 ⏰

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