Capítulo 3

9 3 0
                                    

Cerball depositó el jarro sobre la mesa y clavó de nuevo su mirada en las llamas que chisporroteaban en el hogar. Sabía que el viejo lo observaba, pero él prefería evitar sus ojos antes que ver en ellos reprobación o, peor aún, decepción. Además, estaba convencido de que Eóghan podía usar sus poderes de druida para leerle el alma. Sin embargo, el silencio se extendió entre ellos y él se removió incómodo sobre el duro asiento de madera.

Había esperado su visita desde temprano por la mañana; estaba seguro de que vendría a hablar con él apenas se enterase de la captura del muchacho. Sin embargo, pareció desvanecerse. Ahora deseaba que no hubiese aparecido, en lugar de tenerlo delante sin pronunciar una sola palabra.

—Entró en nuestras tierras sin permiso —espetó hosco tras unos minutos de silencio—. Además, los hombres lo encontraron cerca del lago...

Eóghan dejó escapar un suspiro de cansancio. Cerball era un buen jefe, pero demasiado terco. Él conocía la lucha en la que se debatía su alma en esos momentos, pero tenía que ayudarlo a escoger con acierto, por el bien de todos.

—Has luchado en demasiadas batallas como para saber que esto es una locura —repuso con una voz que se mantenía firme a pesar de la edad. Sus cabellos blancos, igual que su túnica y el bastón en el que se apoyaba, podían dar una imagen de debilidad. Nada más alejado de la realidad, y Cerball lo sabía.

—Estamos preparados.

No, no lo estaban, pero Eóghan no quiso insistir sobre ello. Había otra cosa más importante: la profecía.

—El muchacho no es danés, sino noruego —comentó con los ojos fijos en el jefe a la espera de una reacción. Lo notó estremecerse y apretar los puños, pero no respondió. Él volvió a repetir—: no es danés.

Cerball se volvió hacia él. Sus ojos verdes mostraban dos pozos profundos de angustia y tristeza.

—Aldair tendría ahora su edad, ¡maldita sea! —Golpeó la mesa con el puño, lo que provocó que el jarro de barro volcase y cayese al suelo haciéndose añicos—. ¡Ellos mataron a mi esposa y a mi hijo!

—Los daneses —insistió el druida—. Estos hombres nada te han hecho.

—Son hombres del norte —gruñó, pero su tono comenzó a carecer de fuerza.

—Lo son, igual que tú perteneces a la tierra del Éire. Cada hombre tiene su lugar, pero eso no impide que podamos convivir pacíficamente más allá de nuestras diferencias —comentó—; pero si cometes un error, toda la aldea pagará su precio.

El silencio se extendió entre ellos mientras Cerball se pasaba la mano por el rostro con gesto cansado. Sabía que el druida tenía razón y que la venganza no podía dirigir sus pasos.

Eóghan contempló a su jefe y deseó que tomase la decisión correcta. Apenas se había enterado de la captura del muchacho, había emprendido la marcha hacia el campamento vikingo para entrevistarse con el jarl. Había llegado justo a tiempo para impedir que los guerreros marchasen sobre la aldea y, después de muchas palabras, había convencido al jefe de que acudiese pacíficamente antes de que el sol comenzase su descenso. No quedaba mucho tiempo.

La voz de Cerball interrumpió sus pensamientos.

—No mataré al muchacho.

El druida dejó escapar un quedo suspiro de alivio, a pesar de que todavía quedaba la peor parte.

—No es solo un muchacho —aclaró mientras clavaba en el jefe unos ojos de un azul desvaído que parecían contener en la pequeña pupila toda la sabiduría de siglos—; él es el hijo del dragón.

El cuerpo fuerte y musculoso de Cerball se tensó involuntariamente y frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—Conoces la profecía tan bien como yo. Y cuando llegue la tercera luna, el hijo del dragón se unirá con la hija del lobo, y juntos formarán una nueva estirpe, fuerte y temible, que reinará más allá del mar —recitó el anciano.

El jefe sacudió la cabeza violentamente y sus manos temblaron.

—¡Nunca! —gritó.

Un leño crepitó en el hogar y cayó golpeando la piedra con un ruido sordo. Luego todo quedó envuelto en un tenso silencio. Eóghan dejó pasar un tiempo prudente para que la ira de Cerball se asentara y dejase de nublar su mente.

—Las grandes batallas no se ganan con más guerreros, sino con más inteligencia —le dijo al cabo de un rato—. La voluntad del hombre puede ser fuerte, pero la tenacidad no puede mover un ápice la línea del destino. La profecía se cumplirá.

—Brianna es demasiado joven.

—Sangre de guerreros corre por sus venas —repuso el druida viendo que el hombre se encontraba más calmado—, podrá con ello. Además, no me ha parecido que le disgustase el muchacho.

Sabía que lo que decía el anciano era cierto. Había visto cómo la joven le ofrecía agua al vikingo y conversaba con él. Dejó escapar un suspiro de derrota. Podía enfrentarse con cualquier ejército, pero no podía luchar contra los dioses ni contra sus designios.

Eóghan supo el momento exacto en que Cerball cedió y sus ojos se cerraron en un gesto de alivio.

—La alianza será beneficiosa para nuestro pueblo —le aseguró—. Estos vikingos te ayudarán a derrotar a los daneses cuando vengan, porque vendrán en cuanto acabe el invierno.

—Lo sé —admitió. Volvió sus ojos hacia la ventana por la que penetraba la suave brisa de la tarde—. ¿Qué hago entonces con el mucha...?

La puerta de la cabaña se abrió de repente golpeando contra la pared. Kenneth se detuvo en el vano con el ceño fruncido.

—Los vikingos. Están aquí.    

El hijo del DragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora