Capítulo 5. La mano que dirige

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Nissa vagaba entre calles desiertas, deambulando por un infierno.

Nissa vagaba entre calles desiertas, deambulando por un infierno

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La mayoría de los sentidos le decían que la ciudad era hermosa. Las hojas de palma se mecían suavemente con la brisa fresca, un agua cristalina borboteaba en los estanques y las fuentes, la melodía de los pájaros piaba y trinaba en un contrapunto armonioso. El aire transportaba aromas tentadores. Pan recién horneado por aquí. Azucenas y jazmín por allá.

Si uno observaba, escuchaba y olfateaba, se sentía en el paraíso. Pero cuando Nissa cerraba los ojos y proyectaba su sentido para percibir el maná, el paraíso se desmoronaba.

Las líneas místicas de Amonkhet, los huesos y la sangre del mundo, estaban atrofiadas. Normalmente eran líneas infinitas de maná latente, pero en aquel plano se concentraban en la ciudad decadente de Naktamun. Allí, detrás de la barrera, las líneas eran fuertes y vigorosas.

Sin embargo, aquella fuerza tenía un precio. Una tensión oscura y virulenta se abría paso entre las líneas místicas. Aquello no era como la corrupción insensible de los Eldrazi: tenía una vitalidad de la que ellos carecían. La oscuridad vibrante se entrelazaba con el maná y se enroscaba a su alrededor como una pitón que asfixiaba a su presa.

Nissa abrió los ojos y el paraíso apareció de nuevo. Las hojas, el agua, los pájaros... Volvió a cerrar los ojos. La serpiente escurridiza aplastaba a sus víctimas. La yuxtaposición de la belleza y el horror estuvo a punto de hacerla caer de rodillas. Abrió y cerró los ojos otra vez; la rápida sucesión de realidades le resultaba tan fascinante como abominable.

Continuó deambulando y deteniéndose ocasionalmente para cerrar los ojos y vislumbrar el horror. El estómago y la cabeza de Nissa protestaban con la creciente agonía, pero ella se obligó a seguir adelante. Necesitaba encontrar a Kefnet, el dios del conocimiento. Necesitaba respuestas.

Cuando abrió los ojos de nuevo, el dios la observaba.

Una enorme cabeza de ibis la miraba fijamente; sus ojos no pestañeaban y su largo pico señalaba directamente hacia ella, a través de ella, en dirección a un destino horrible y no menos espeluznante por desconocerlo. Nissa se desplomó en el suelo, con la voluntad mermada en presencia de aquella cruel divinidad.

Pestañeó una vez, una segunda... Era una efigie. Solo una efigie. Kefnet, el dios del conocimiento. "¿De qué sirve el conocimiento en un mundo como este? Detrás de todos los velos hay ruina. Solo ruina". Se levantó lenta y dificultosamente; el estómago y la cabeza todavía protestaban.

Bajo la inmensa cabeza de piedra y los despiadados ojos fijos, una gran puerta doble de piedra caliza se abrió ante ella. Un intenso brillo azul emanaba de las sombras al otro lado de la entrada al templo.

Un saludo. Una invitación. Emprendió el camino hacia el resplandor.

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