Capítulo 11. La Hora de la Gloria

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En el principio no existía nada excepto oscuridad: un océano revuelto de incertidumbre.

Entonces despertó y ascendió el Dios Faraón, cual sol dorado, y arrojó luz sobre el mundo aún informe. La apertura de sus alas dividió cielo y tierra; su primer aliento formó agua y aire; el movimiento de su cola esculpió montañas y convirtió roca en arena. Y así, el Dios Faraón trajo orden al caos y el mundo cobró forma pura, joven y nueva.

Entonces contempló el Dios Faraón el mundo yermo y silencioso y plantó las semillas de la vida. Y así nacieron los moradores de Amonkhet, originarios de los sueños del creador dracónico. Mas a diferencia de este, eran blandos, vulnerables, frágiles... y mortales. Y las sombras del mundo, los restos de aquel océano oscuro, se apoderaban de los fallecidos y convertían a estos en muertos vivientes, azote y plaga de los vivos.

Y así, el magnánimo Dios Faraón creó a los dioses.

Empleó para ello el tejido del propio mundo, hilvanando el maná de Amonkhet en cinco seres, cada uno de ellos la encarnación de una virtud de sí mismo. Y así comenzó la existencia de los inmortales de Amonkhet. Nacidos de la voluntad del Dios Faraón y más poderosos que los hijos oníricos de este, a los dioses les fueron encomendados los propósitos de defender a los rebaños mortales ante los caprichos de la sombra y de guiarlos hacia una muerte gloriosa.

Puesto que el Dios Faraón conocía un reino allende este mundo. Un lugar solo accesible tras el paso por la muerte. Y aunque sabía que las penurias de este mundo eran numerosas y que las sombras perseguían a todos sus moradores, confiaba en que sus hijos prevalecerían, madurarían, aprenderían y se volverían dignos. Pues el más allá era un obsequio demasiado preciado como para otorgarlo sin discreción. Por tanto, sus hijos tendrían que demostrar ser merecedores de tal gloria.

Y así, el Dios Faraón obsequió a sus hijos con las pruebas. Y cada deidad fue honrada con la tarea de educar, instruir y conducir a los mortales por el camino hacia la vida eterna.

Y una vez se hubieron erigido los cimientos, el Dios Faraón abandonó Naktamun para allanar el camino hacia la eternidad, ofreciendo a sus hijos tiempo para aprender, prosperar y alcanzar su destino antes de unirse a él en el más allá. Habiendo dejado a sus hijos bajo la custodia del panteón, el Dios Faraón puso en marcha el segundo sol, cuyo ciclo simbolizaría su regreso.

 Habiendo dejado a sus hijos bajo la custodia del panteón, el Dios Faraón puso en marcha el segundo sol, cuyo ciclo simbolizaría su regreso

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Rhonas sabía que era cierto.

Aquella seguridad vibraba con firmeza en todas las fibras de su ser, entrelazada como una parte de él, al igual que las líneas místicas de maná que lo unían al mundo. La certeza también recorría los cuerpos de sus congéneres: cada uno de sus hermanos era una prueba tangible de la benevolencia y la divinidad del Dios Faraón. Rhonas conocía su cometido en el proyecto del Dios Faraón. Por ello, durante años había puesto a prueba a los mortales a su cargo y ayudado a los ciudadanos de Naktamun a perfeccionar sus cuerpos y alcanzar la verdadera fuerza, tal como esperaban el propio Rhonas y su Dios Faraón.

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