Capítulo 9. La Hora de la Revelación

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Las arenas flotaban perezosamente sobre las dunas, el Luxa recorría Naktamun de principio a fin y las familias de la ciudad se ganaban la vida felizmente. A través de una ondulación en el aire, un dragón desgarró el cielo desde un mundo remoto.

Tenía pocos días. Pronto se quedaría sin la magia necesaria para llevar a cabo este plan. Le quedaba el tiempo justo para hacer los preparativos con los que tal vez podría recuperar su divinidad.

Las maquinaciones del dragón abarcaban milenios y su percepción contemplaba siglos, un tortuoso laberinto de posibilidades, circunstancias, estadísticas y probabilidades. Por lo general, el dragón sopesaba esos factores cuando trazaba sus planes, pero ahora, si quería satisfacer sus necesidades tendría que ser violento en sus decisiones.

La violencia es un acto que no se puede retractar ni enmendar a medio camino. Comienza y luego termina. Sus decisiones tenían que ser idénticas. Nada de dudas. Nada de titubeos ni incertidumbres. Simplemente, violencia.

Los dioses de Amonkhet divisaron al dragón en el cielo, fuera de la Hekma. Se encaramaron a los puntos más elevados de la ciudad y se armaron para el combate. Estaban decididos a no fracasar esta vez. Ningún monstruo podría derrotar a los ocho dioses de Amonkhet. No cuando Naktamun era lo único que quedaba.

Oketra tensó su arco y la luz de los soles gemelos resplandeció en la superficie curva. Disparó una flecha hacia el cielo y esta atravesó la Hekma con facilidad. El rayo impactó en el costado del dragón... y él se rio. La gran bestia descendió hacia la cúpula brillante de la barrera y la tanteó con una garra. Oketra lanzó una segunda flecha, esta vez con intención de perforar un ojo. El monstruo apenas dedicó un vistazo al proyectil y este se partió y desintegró en pleno vuelo.

Los dioses se quedaron atónitos. Aquel dragón poseía suficiente poder como para desafiar las leyes de la naturaleza.

Hazoret ordenó que los niños y los ancianos se refugiaran en los mausoleos y los sirvientes hicieron correr la voz. La diosa empuñó su lanza e instó al panteón a atacar.

El intento de distracción para proteger a los mortales hizo gracia al dragón. Aquellos dioses se preocupaban por su plano mucho más de lo que a él le habían importado los mundos que creaba.

Kefnet, el cuidador de la Hekma, trató de mantener intacta la barrera. El dragón levantó la barbilla y quebró en dos la mente de Kefnet.

El cuerpo y las alas del dios se quedaron sin fuerzas y este se desplomó en el suelo, completamente inmóvil.

Los corazones de los mortales de toda Naktamun se retorcieron con un dolor súbito. Incluso quienes no presenciaron la caída de Kefnet fueron presa del pánico. El resto del panteón rugió por la derrota de su hermano y la agonía que se extendió por Amonkhet.

El dragón sonrió con satisfacción. Extendió una garra y una aguja de luz perforó el brillo azul de la barrera.

Los dioses alzaron las armas y bramaron, desafiantes. Ninguna bestia dañaría a un inmortal sin recibir su justo castigo.

La luz de la Hekma parpadeó. El velo protector onduló como el agua de un río y la brecha se ensanchó lo suficiente como para que el invasor la atravesara.

El dragón se protegió de los ataques de los dioses separándose medio paso de la realidad. Su imagen seguía siendo visible, pero su cuerpo estaba a salvo de las acometidas.

Los dioses de Amonkhet rugieron y maldijeron, pero ningún golpe alcanzaba a su objetivo. El poder del intruso estaba, como mínimo, a la par del de ellos. El dragón aterrizó en lo alto de la torre más elevada, cerró los ojos y comenzó a canalizar un conjuro.

AmonkhetDonde viven las historias. Descúbrelo ahora