Trigésimo primer capítulo

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31El mundo puede esperar

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El mundo puede esperar

Atlas, tal y como había dicho, no dormía: él tomaba siestas de quince viros; luego volvía a conducir como si fuera lo único que le importaba en el mundo. Peor aún, no se alejaba del centro de mando a menos de que Bohu lo forzara diciéndole que si no le hacía compañía tampoco dormiría.

En lo que duraba esa pequeña discusión él trataba de hacerle entender que debía aprovechar su falta de sueño temporal, siempre haciendo énfasis en «temporal», para acortar la distancia entre el mercadillo y ellos. También decía que su ciclo del sueño se regularía poco a poco, que no se preocupara, que iba a estar bien, pero siempre despertaba sola y con la cania en movimiento.

El taeroc siguiente al encuentro con los reyes se portó bien: tomó su siesta un poco después de que ella abriera los ojos y la dejó conducir una parte del trayecto. El segundo taeroc fue engañada, pues la mandó a acostarse pero nunca fue con ella. Alegó que unas planarias los habían perseguido por varias horas. El tercero lo encontró imitando los chillidos melódicos de Gelatina tras haber dormido nuevamente sola. La tierna mascota incluso le había asignado una nota musical para identificarlo y ahora podían intercambiar ideas. Se tomó muy en serio su trabajo como traductor por el resto del tae. Al cuarto taeroc Bohu ya se había resignado a que iría a su bola en cuanto abriera los ojos. Planeaba tomar prestadas las herramientas de tallado que Atlas llevaba en la cania para hacerle un nuevo juguete a Gelatina. Sin embargo, no contaba con que el tae comenzara de manera diferente. La excepción de la regla.

Cuatro taeroces habían pasado ya desde el encuentro con Méstor y Elasipo. Habían cruzado pasajes inhóspitos, valles peligrosos y grutas puntiagudas dentro de una cadena de montañas que los llevaría al famoso mercadillo de telas, cuando Atlas le dió una noticia fatídica.

—¿Dejaremos la cania? No estarás hablando en serio.

—Seremos más discretos en tu ékla.

—Pero no podré dormir de nuevo en la hamaca. Me gusta la hamaca.

Hacer esa mención le trajo el recuerdo de una experiencia dulce y maravillosa, la excepción: Atlas despertándola a besos. Abrir los ojos y encontrarlo a su lado sin ninguna prisa por marcharse fue la cosa más emocionante que había presenciado en mucho tiempo y con la que soñó infinidad de veces en su exilio. A este tipo de despertares se refirió cuando dijo que ya vendrían mejores.

Se sintió feliz, ya que por fin tenía consigo el calor de su piel, el hermoso sonido de su risa y el adictivo sabor de sus labios. La colmó de tantos mimos y confesiones dulces y se halló tan a gusto en sus brazos que por poco le propuso pasarse el taeroc haciendo el tonto en la cania.

Pero todo no podía ser un cuento de hadas.

Bohu se dió cuenta de que él también estaba recordando lo sucedido, pero con una cara de espanto. Rápidamente se enderezó al sentirse observado y le dió la espalda.

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