Eran días difíciles en la región. El otoño había llevado esperanzas de lluvia a los campesinos, pero ni una gota había caído en semanas y el suelo que el ardiente sol del verano había secado a esas alturas estaba saturado de profundas gritas y maleza dura, además de cráneos de pequeños mamíferos y hasta reptiles. Los depósitos de agua estaban vacíos y de los pozos apenas se podía extraer algo de líquido. La gente estaba desesperada por lo que muchos habían decidido vender sus tierras para trasladarse a la capital en busca del sustento. Los años habían estado siendo duros en el campo, pero ese había sido el más terrible de todos. Cada día una o más familias se enfilaban por la polvorienta calle, que salía del pueblo, hacia la carretera dejando atrás casas maltratadas y tierra estéril, pero una mañana sucedió algo diferente.Era temprano cuando un grupo de jóvenes con extraños, pero elegantes atuendos, llegaron al pueblo caminando en fila india por esa amplia calles sin pavimentar que atravesaba campos de cebada y trigo. La mayoría de ellos no pasaba de los veinte años, se veían serenos y orgullosos avanzando a paso lento detrás de una figura envuelta en una túnica y capa con capucha blancos como el marfil. El que iba en la cabeza era más alto de todos, también el único cuyo rostro no podía apreciarse. Curiosamente todos los jóvenes tenían el cabello blanco y usaban un mohicano de largo y peinado a gusto por lo que podía apreciarse. Eran gente inusual que en un lugar como ese fue imposible que fueran ignorados.
Las personas estaban levantando a esa hora. Puertas y ventanas eran abiertas por todos lados. La serena y elegante procesión de los jóvenes fue vista por muchos de los pobladores que los vieron con curiosidad recelosa y hasta como la caravana de un circo. Algunos no pudieron evitar reírse al verlos pasar. Sus atuendos eran demasiado para un pueblo tan sencillo. Algunos llevaban botas blancas tan limpias que no parecían haber sido usadas durante el trayecto hasta allí. Entre cómico y peligroso resultaron los recién llegados a los pueblerinos. Definitivamente se les podía comparar con un grupo de payasos que pasaba por ahí rumbo a un circo, pero en realidad se dirigían a un pequeño edificio casi en las afueras del pueblo. Una casa de tres pisos construidas hacia más de dos siglos por los colonos que llegaron a ese sitio. La construcción había albergado a una prestigiosa familia, pero con el paso de las décadas sirvió de refugio a congregaciones religiosas como a estudiantes de arqueología que revisaban los campos, circundantes al pueblo, en busca de objetos de una vieja civilización que se asentó allí hacían más de mil quinientos años.
Nadie sabía algo respecto a la llegada de esos jóvenes. No se había comentado nada en los días previos como solía pasar con las mudanzas en que surgían rumores de un matrimonio o un hombre solo que llegaba al pueblo. Pero al descubrir hacia donde se dirigían, la gente se sintió más aliviada con su presencia, pues pensaron que se trataba de algunos estudiantes que habían ido a investigar ruinas y escarbar los campos. Los jóvenes entraron en la casa de manera silenciosa y permanecieron en ella hasta la tarde cuando se les vio en el jardín quitando malezas y basura que la gente había arrojado al interior de la propiedad, mientras estuvo vacía. Algunos curiosos se aproximaban a mirar, mas nadie se atrevía a hacerles una pregunta. Les saludaban sonriendo de manera afable y los jóvenes contestaban de la misma manera, pero con un toque elegante que hacía sonreír a las señoritas y señoras que iban al mercado o volvían de allí. No fue hasta dos días después que un rumor comenzó a andar por las calles del pueblo respecto a los recién llegados. Todo parecía apuntar que eran unos de esos grupos de gente extraña que vive sin tecnología y profesa amor a la naturaleza. Los más ilustrados dieron con el término sexta, pero como la mayoría allí no comprendía lo que eso significaba no le dieron relevancia al término y a lo que encerraba.
Con el paso de las semanas los jóvenes comenzaron a verse por las calles del pueblo casi siempre comprando vegetales, cereales, cuadernos y libros que no había mucho en ese lugar. Parecían estudiar bastante y pronto el material de lectura que podían adquirir allí se agotó. Había un muchacho en particular que solía pasear por el pueblo más que los demás. Llevaba unos aretes con una esfera dorada y un atuendo de un color azul oscuro. Era de trato afable, aunque rara vez se detenía a ofrecer su ayuda a los demás. Una tarde llegó a la librería en busca de un libro de botánica, pero el dependiente que era un hombre mayor de voz gastada y cansina, le informó que no tenía nada nuevo que ofrecerle.