La noche otoñal estaba totalmente despejada. La luna se alzaba desde oriente, embestida de un color anaranjado incandescente como un carbón. El viento de la estación soplaba fuerte y frío, inclemente con las heridas en aquel cuerpo semidesnudo que permanecía atado al tronco de un árbol seco en mitad del campo. El sujeto era pequeño. Un metro y cincuenta centímetros, tal vez, delgado pero con una musculatura todavía fuerte y fresca pese a su edad. Su piel lozana, desprovista de vello, sumado a ese rostro redondo de grandes ojos amatista le daban más el aspecto más de un niño que el del anciano que era para la cuenta de los hombres el pueblo. Su piel azulada adquiría un tono ceniza a la luz de la luna y las heridas de su tormento parecían fisuras hechas en la roca volcánica. Su carne abierta y la sangre seca las hacían lucir rojas. Una tela sucia, quizá un trozo de costal o sábana abandonada, era lo único que llevaba por ropa. Una prenda que colgaba de sus filosas caderas casi como si fuese a desprenderse en cualquier momento. Llevaba horas ahí. El dolor había desaparecido, posiblemente su sistema nervioso se había saturado de él y no era capaz de percibir nada. Ni el frío de la noche, ni la serpiente que se trepaba por su pierna buscando calor. En la ausencia de sensibilidad su mente adquiría mayor lucidez y podía repasar la serie de eventos que lo llevaron hasta ese lugar.A lo lejos, por donde nació la luna esa noche fatídica, decenas de pequeñas luces anaranjadas y amarillas comenzaron a moverse en su dirección. Primero eran unas cuantas, pero pronto se convirtieron en una marea avanzando en un vaivén hipnótico y amenazador. El rumor de los cánticos religiosos parecía más el lamento de espectros que una alabanza a un dios invisible y mudo, posiblemente inexistente. Su vigilante que había estado sentado en una roca, a unos treinta metros de él, se levantó al oír ese rugido. Tomó la antorcha que había estado descansando a su costado y comenzó a encender el círculo de fuego que rodeaba al prisionero. El condenado lo siguió con la mirada tan apacible y estoico como siempre. Cuando el hombre salió de su vista, pues quedó a su espalda, él miró a la luna.
–Es una hermosa noche– dijo en voz muy baja y volvió la vista al frente. Todo el pueblo estaba ahí.
También él.Casi a la cabeza del grupo había un muchacho más o menos de su misma estatura. También tenía el cabello blanco, pero peinado con un mohicano y sus ojos eran negros como el carbón apilado a sus pies. Se miraron un momento sin expresar un solo pensamiento, sin embargo, el que estaba atado al poste le sonrió y el otro levantó un poco el mentón como sosteniendo su orgullo.
El líder del grupo, el párroco del lugar, dio un paso adelante estaba ataviado como cuando iba a casa de los enfermos a confesarlos por última vez. La luna y el círculo de fuego a su alrededor más las antorchas que sostenía la gente encendieron el campo con un color bermellón. El viento agitaba las llamas y la luna se mimetizaba con aquel paisaje de otoño infernal.
–Daishinkan, como dicta la ley por tus prácticas de brujería y blasfemia a la iglesia has sido condenado a la hoguera. Arderás en el fuego santo hasta que tu carne se consuma y se purifique tu alma de la que Dios se apiadará solo si confiesas y aceptas...– la voz del párroco se interrumpió en ese momento, pues el condenado se estaba sonriendo.
– Apiadete de mi alma– dijo Daishinkan viendo al cielo– Y Apiadate de él, oh señor misericordioso– agregó viendo directamente al joven del mohicano blanco.
Nota del autor: Es octubre y no puedo no hacer una historia digna de la festividad. Que la disfruten.