–Abonen bien la tierra. Que no se desperdicie ni un gramo de la carne pura que cayó aquí está noche– les advirtió Sliver mientras supervisaba como sus doce hermanos hundían sus manos en el suelo húmedo.Shin veía como el lodo y la carne fresca se iban mezclando en una masa oscura con olor a metal. La sangre olía a metal. De rodillas en su porción de suelo se detuvo, un instante, a ver a los otros mientras aprovechaba de secar el sudor de su frente con la manga de su túnica. Todos estaban ocupados en fertilizar el suelo, pero el mayor de todos estaba levantando los huesos de la ofrenda. Gowasu era su nombre y tenía por tarea recoger los desperdicios. Lo hacía ceremoniosamente. Uno a uno los huesos iban siendo acomodados en la pequeña caja de madera para luego sería incinerada.
–Shin– lo llamó Anat, el favorito de Sliver– No te distraigas.
–No...– murmuró el muchacho y retomó su tarea sin quitar los ojos de la tierra.
Un rato después, con las tunicas sucias de lodo y sangre, el grupo comenzó a pasearse por el lugar arrojando semillas y entonando un canto que parecía una lugubre letanía que no cruzaba los muros del invernadero.
A la mañana siguiente hubo mucha gente buscando a sus perros o gatos. Unos días más tarde el pueblo estaba salpicado de carteles de recompensa por información o hallazgo de las mascotas. También se había extraviado una niña pequeña de tan solo cinco años. Nadie se explicaba como pudo hacer desaparecido de la plaza sin que alguien haya visto algo. Se le buscó por días, pero no había una sola pista de su paradero. Esa misma semana llovió también. No cayó mucha agua, pero fue bien recibida por los lugareños.
Ese día lluvioso, Dai disfrutaba de una taza de té cuando alguien tocó a su puerta. Dejando de lado el libro que estaba leyendo, Dai se levantó para ir a abrir. Bajo el pórtico y sosteniendo un paraguas estaba Shin. Tenía puesto el mismo atuendo de la última vez, parecía que ni él ni los otros se desprendían de su ropa jamás. Dai había visto a los otros en el pueblo y siempre lucían igual. Guardando sus observaciones le preguntó amablemente en que lo podía ayudar, pese a que el propósito del joven era más que obvio.
–Me preguntaba si no sería una molestia...me permitiera visitar su biblioteca unas horas– contestó Shin.
–¿Desea dormir una siesta?– le preguntó Dai en broma, pero logró incomodar al chico– Por supuesto– dijo luego y se hizo a un costado para que él pudiera pasar.
Shin entró en la casa donde su anfitrión le pidió el paraguas para guardarlo y luego acompañarle hasta la biblioteca. El día estaba oscuro, por lo que la luz del exterior era grisácea, pero al colarse por las ventanas de esa morada adquiría un tono todavía más opaco. Todo parecía estar hecho de piedra en ese lugar. Incluso el dueño que esa jornada llevaba un pantalón color grafito y una camisa blanca.
–¿Puedo hacerle una confesión?– le preguntó Dai viéndolo por encima de su hombro. Estaban por llegar a la biblioteca– Estaba seguro que regresaría. Por eso busque algunos libros que podrían interesarle– agregó abriendo la puerta.
Shin se asomó al interior viendo sobre la mesa una pila de libros no muy alta.
–No contaba con muchos ejemplares respecto al tema, pero considero que estos pueden serle útiles– le dijo Dai caminando hacia la mesa.
–Se lo agradezco– exclamó Shin viendo los libros con extrañeza.
–Fue un gusto– le respondió Dai– La agricultura es un tema bastante interesante– comentó Dai.
–¿Interesante?– repitió Shin viendo los libros.
–La agricultura fue una revolución, pues esta significó un cambio radical para el ser humano pasando de ser un nómade depredador a sedentario durante el Periodo Neolítico– le contestó Dai dejando a Shin con la expresión de un niño que no repaso la lección del maestro en la escuela y es pasado adelante a disertar– Lo dejaré solo para que pueda leer a gusto– exclamó Dai disimulando la sonrisa que le provocó la expresión del muchacho.