Octubre 15

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Ni siquiera la vibración del teléfono pudo despabilar a Senna del más allá. Llevaba días en cama, desanimada presa del luto y la impotencia ante la noticia de la muerte de su hermano. Su cuerpo inmóvil solo podía concentrarse en el compás del aullido del viento. Inerte como un costal de papas en un colchón, carecía de fuerzas incluso para jalar y empujar cobijas. "Viento. ¿cuándo te detendrás?". Ese viento, gris y oscuro, profeta perfecto del arrogante invierno que se asoma por el borde de las puertas y ventanas de Malmӧ. Recordó la última llamada que había atendido ayer, misma que con una rapidez inusual había alejado el auricular de su oreja, como si eso evitara que la noticia formara parte de su nueva realidad. Aquél mensaje fue diferente, proveniente de un tono neutro, de un médico claramente experto en guiones fatídicos, repitiendo un inservible "lo siento, hicimos lo que pudimos". Su hermano, el único con el que compartiría la herencia, ya no estaría más cerca de ella. Desde hacía un día, él ahora pertenecería a una fría estadística, en una gráfica inútil para cualquier comité hospitalario, en cualquier junta trimestral. La vibración se mantuvo contagiando al colchón de un eterno berreo cuando, por mera reacción, contestó. ¿Diga? ¿Qué quiere? escupió, como autómata descompuesto en las artes del buen decir. Una ráfaga de viento y crujidos opacaron el silencio proveniente del otro lado donde un rostro genérico del sexo masculino apareció detrás de una voz madura. ¿Senna Karlsson? Hablo de la morgue del hospital Jan Bertil. Necesitamos que venga por los objetos personales de su hermano, de lo contrario serán incinerados. Senna volvió a aventar el móvil, alejando cualquier responsabilidad y culpa que pudiese transmitirse en el aparato.

La llamada confirmó su luto, hundiéndose más en una depresión que apenas se estaba cuajando a su alrededor. Se puso de pie, temblorosa en busca de una botella de vodka que guardaba para ocasiones de estrés continuo y este, sin duda, era uno de esos momentos. Llenó un vaso sobre la tarja y bebió todo el líquido entre arcadas dejando que el calor gobierne poco a poco sus músculos. Repitió el proceso hasta sentir un sueño liviano que la llevaría de nuevo a su habitación. Al caparazón menos rígido y más confiable del mundo, el colchón que la recibía con un cálido abrazo.


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