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Hola, por donde debería empezar... Desearía no estar aquí, saben , aunque en este lugar prevalezca la tranquilidad, no es la paz que anhelaba. El dolor se cierne sobre mí, un dolor que se torna ciertamente aún más abrumador cuando tengo que revivir la historia que me condujo a este lúgubre rincón, silente y húmedo, que extrañamente se asemeja a mi antiguo departamento, tal vez estoy destinado a revivir el recuerdo de como se sentía estar ahí, como castigo. ¿Conocen mi nombre? Supongo que no. Permítanme presentarme, soy Eugene Haden, un hombre atormentado por los remordimientos de mis acciones, pero más que eso, me atormenta el hecho de seguir existiendo.

Nací en las majestuosas montañas, un lugar que solía ser un refugio acogedor. Sus prados verdes, el cálido sol que abrazaba la piel, y la naturaleza que era una compañera constante para todos los que habitaban allí. El viento susurraba historias que solo los árboles podían comprender. Mi familia y yo vivíamos en relativo aislamiento, en un rincón de ese paraíso, en una vieja cabaña en medio de un bosque de pinos. Más precisamente, nuestra vida era una existencia, no una vivencia, ya que mis padres eran siervos, en una época en la que la servidumbre era una realidad común, especialmente en las alturas de las montañas.

Mis padres servían a una influyente familia llamada Sallow, los señores de aquellas tierras. Al ser el hijo de siervos, yo también estaba destinado a seguir sus pasos, aunque en mi niñez, no lo percibía con la gravedad que merecía. Era un juego para mí, un juego en el que nunca me faltaba nada, y eso me hacía feliz. Esta existencia continuó hasta que cumplí los seis años, el día en que todo cambió.

Esa fatídica mañana, me habían enviado a cumplir un encargo lejos de la cabaña. Al regresar, me encontré con un escenario desgarrador: mis padres, los fieles sirvientes domésticos, acusados de robo y condenados a muerte. A mi corta edad, comprendía perfectamente lo que eso significaba, pues lo había escuchado muchas veces en susurros y conversaciones. Las familias que sufrían una condena a muerte no permitían que ningún miembro sobreviviera.

Impotente y desgarrado por la tristeza, intenté evitar la ejecución de mis padres, pero mis esfuerzos fueron en vano. Quedé herido y casi inconsciente en el suelo, mientras observaba impotente cómo arrebataban sus vidas sin piedad, sin la menor compasión por el hecho de que yo, un niño, fuera testigo de semejante atrocidad. Mi madre, en un acto valiente, luchó por protegerme, gritándome que huyera y no mirara atrás. Con las últimas fuerzas que me quedaban, obedecí su desgarrador consejo y escapé, con el corazón hecho añicos.

Corrí sin mirar atrás, consciente de que también tenía una sentencia de muerte. La persecución se hizo inminente, pero logré ser más rápido y burlar a mis perseguidores. Así, mi mundo, antes repleto de calidez y seguridad, se volvió oscuro y gélido en un abrir y cerrar de ojos. Me vi solo, sin nadie que velara por mí, sin ningún atisbo de la vida que conocía. Corrí durante lo que me pareció una eternidad, un pequeño niño de seis años, dejando atrás el lugar que alguna vez llamé hogar.

Tres días de huida desesperada, tres días en los que la soledad y el hambre se convirtieron en mis únicos compañeros de travesía. A pesar de ello, me mantuve firme, aferrándome a una valentía que, en retrospectiva, me atormenta. Finalmente, llegué a la ciudad, un lugar lleno de extraños, una oportunidad para comenzar una nueva vida. Era un territorio desconocido, y aunque la indiferencia de la gente me rodeaba, no podía ni empezar a imaginar cómo sobreviviría a partir de ese momento.

Silencio NuloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora