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Con el paso de los meses, me convertí en un espectador silencioso de la vida militar, nutriendo en mi corazón la ferviente aspiración de algún día ser parte del ejército de la marina de guerra, aunque la realidad me recordaba constantemente la improbabilidad de ese sueño. Mi empeño en mis labores era incansable; después de cumplir con mis responsabilidades como transportador de municiones, me volvía un observador sigiloso de los soldados en sus quehaceres diarios. Aunque ellos no se percataran de mi presencia, el precio humano de la guerra no podía pasarme desapercibido. Las noticias de pérdidas y sacrificios, de jóvenes que partían y nunca regresaban, se volvieron un recordatorio constante de la dura y efímera naturaleza de la vida. En esos momentos, la euforia de mis aspiraciones militares se veía empañada por la cruda realidad del conflicto.

Continué con mi trabajo como transportador, y mi cuerpo, a pesar de su juventud, se fortaleció con el tiempo. Cargaba las pesadas cajas en mis hombros, caminando incansablemente de un puerto a otro, sin importar las inclemencias del clima. En esos momentos de solitud y esfuerzo, mi mente divagaba, preguntándose si algún día encontraría la verdadera felicidad. Mi constancia y lucha por una vida mejor eran inquebrantables, pero a pesar de mi aparente dureza, seguía siendo un niño perdido en el complejo laberinto de calles y callejones de la ciudad.

Las miradas despectivas no eran nada nuevo para mí, y tampoco lo eran las burlas de niños engreídos que se regodeaban en mi vulnerabilidad. Les ignoraba y continuaba con mi labor, enfocado en mi objetivo de sobrevivir. Sin embargo, una noche, mientras buscaba un rincón oscuro para descansar, me topé con unos niños mayores en un callejón solitario. Aunque sus miradas eran gélidas y sus intenciones evidentes, opté por seguir mi camino. Pero no tardé en sentir el impacto de sus manos empujándome violentamente al suelo. El miedo se apoderó de mí, y mis súplicas de que no me hicieran daño quedaron sin respuesta. Jalonaron mi cabello con fuerza despiadada, provocando un dolor agudo cuando mi rostro golpeó el suelo frío y sucio. A pesar de mi resistencia, no sabía cómo reaccionar ante la brutalidad de su ataque.

La situación llegó a un punto límite cuando, hartándome de su crueldad, encontré una fuerza interna que desconocía poseer. En un acto impulsivo y lleno de rabia, agarré una botella de vidrio que yacía en el suelo y la estrellé contra la cabeza del líder agresor. La botella se hizo añicos, el niño cayó al suelo, sangrando y aturdido, mientras sus cómplices miraban con asombro mi reacción inesperada. En un instante de desesperación, aproveché la confusión para escapar, corriendo por el callejón oscuro con la adrenalina ardiendo en mis venas.

Esa noche, mientras me alejaba de los niños que me habían lastimado, se gestó en mí una comprensión fundamental: si no me protegía a mí mismo, nadie más lo haría. Era un niño en un mundo implacable, pero mi acto de defensa propia se convirtió en un punto de inflexión. A partir de entonces, llevé conmigo la determinación de sobrevivir a cualquier costo, forjando una nueva capa de resistencia en mi ya curtido ser.

Cada día se volvía una prueba más de mi voluntad inquebrantable, un paso más hacia la búsqueda de esa felicidad verdadera que aún parecía elusiva. Las cicatrices en mi cuerpo y alma contaban la historia de un niño que se negaba a ceder ante la adversidad. La vida me había enseñado lecciones crueles, pero cada desafío superado era un recordatorio de mi capacidad para resistir y adaptarme en un mundo que parecía diseñado para quebrantar incluso a los más fuertes.

Aunque las calles seguían siendo mi hogar, mi determinación crecía con cada amanecer. La esperanza se convirtió en mi brújula, guiándome a través de las sombras de la noche hacia un mañana incierto. La experiencia me había forjado en un sobreviviente audaz, y aunque las huellas del pasado no se borraran, las llevaba con honor, como un testimonio de mi valentía y la constante lucha por la felicidad que tanto anhelaba. En este viaje tumultuoso, descubrí que incluso en la oscuridad más profunda, se puede hallar la chispa que ilumina el camino hacia un futuro más brillante. La vida, a pesar de sus desafíos, continuaba, y yo, Eugene, persistía en mi búsqueda de un destino que solo el tiempo revelaría... Solo el tiempo... Quien pensaría que podría acabar aquí, ese niño que luchaba por sobrevivir mando todos esos intentos al tacho con lo que hizo, y bueno, después de todo, igual le salio mal, no es así?... Pero bueno, sigamos.

Silencio NuloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora