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Calor. Hacía demasiado calor.

A pesar de apenas llevar una blusa de tirantes y unas calzas, el calor era sofocante. El sudor le corría por la cara llena de pecas y le pegaba el cabello oscuro que se escapaba de sus trenzas a la frente.

Apenas era mediodía, tenía que trabajar hasta el anochecer para poder terminar esa espada. La imagen del resultado hacía valer la pena todo el esfuerzo por conseguir el metal necesario.

El sol que coronaba el cielo violáceo la hostigaba, y tenía los brazos doloridos de tanto andar en el barro. ¿Quién pensaría que bien enterrado en el fondo de los límites del pantano Greinfort estarían los tres tipos de acero que formaban el metal del damasco? Los mosquitos se habían dado un festín mientras cavaba, y ni hablar de lo que dolía la mordedura de los cangrejos.

Pero eso no fue nada, literalmente nada, cuando lo comparaba con la criatura que había aparecido prácticamente de la nada. Ni siquiera con sus alteradas orejas puntiagudas capaces de escuchar mejor que las suyas redondas lograron percibir el avance del caimán. Nada más mirarlo sabía que estaba muerta, correr definitivamente no era una opción pues por muy veloces que fueran sus piernas el animal la alcanzaría sin suponer mucho esfuerzo.

Lo observó, detalló los músculos, la piel dura que se escondía debajo del agua en la orilla del pantano. Tocarlo hubiese sido lo ideal pero no era estúpida, no tentaría al destino de esa manera. Lo estudió lo mejor posible, sin mover ni un dedo. El caimán abrió levemente la boca y sus ojos de halcón, también alterados, repasaron con cautela los afilados dientes.

Lo siguiente que sintió fue dolor. Sus extremidades se achicaron y alargaron a la vez, las sensaciones cambiaron, su vista ya no era tan nítida ni colorida y su piel ya no estaba sudorosa sino dura y cubierta de escamas. Sintió el poder depredador, los olores del pantano se incrementaron y podía escuchar varios kilómetros a la redonda. Ahora era un poderoso animal, un cazador y observaba al caimán con sus propios ojos de caimán, a la misma altura, sin miedo.

<<Soy como tú>> transmitía tranquilamente con la mirada <<no soy tu enemiga>>

El caimán avanzó hasta ella con cautela, con las fosas nasales del ocico redondo dilatadas. Trató de calmar el poder de su corazón, de ignorar todas las alarmas sonantes de su sistema nervioso y continuar con esa aura de tranquilidad y comodidad fingida. El animal llegó hasta ella, se detuvo apenas un segundo para seguir su camino. No fue hasta entonces que se dió cuenta que retenía la respiración. Aún no estaba segura y lo sabía, no había llevado armas más allá de la pala que no se molestó en recoger, bastante tenía con el metal bruto que acababa de obtener. Cogió el trozo de metal con los afilados dientes y le sorprendió lo veloces que podían ser esas patas tan cortas. Solo cuando estuvo a una distancia considerable del pantano se detuvo.

Volvió a sentir dolor, está vez más fuerte y acompañado de una fatiga que últimamente conocía muy bien. Sus orejas ya no eran puntiagudas y sus ojos volvieron a ser normales, de color café. Ahora una capa de sudor frío la envolvía, los temblores abordaron su cuerpo quitándole la fuerza para mantenerse de pie. Cayó de bruces, apenas con el tiempo suficiente para colocar las manos y no partirse la crisma. Esperó, respiró profundo y esperó a que los temblores pasaran, a que su cuerpo recuperara fuerzas, pues todavía tenía todo un camino por delante.

Llegó en la noche y fue directo a dormir sin importarle el mal olor que desprendía. Se despertó a media mañana, incluso en la misma posición en la que se había acostado. Luego de bañarse y desayunar algo bastante fuerte para reponer fuerzas, volvió a reponer sus orejas puntiagudas y fue directo a la forja, dónde llevaba toda la mañana preparando el metal.

La rústica hoja ya había adquirido el característico color rojo cereza indicando que ya era tiempo de sacarlo de la forja. Edith lo colocó en el yunque y empezó a golpearlo con el martillo para darle la forma que ella deseaba y que ya estaba casi lista. Esa era la cuarta vez que sacaba la hoja de la forja.

Golpeó y golpeó hasta terminar la forma recta, luego pasó al templado y revenido en los que demoró hasta la caída del ocaso.

—Edith, ya estoy aquí —dejó caer la hoja al sobresaltarse— ¿Qué es... —los ojos del viejo herrero de abrieron de par en par y lo dejó todo para entrar a la fragua— ¿Eso es metal de damasco?

—Así es —recogió la hoja con una sonrisa de orgullo—, y antes de que hagas más preguntas, yo fui a conseguir el metal. Un hombre vino a visitarte, me pidió que te informace que cerca del pantano Greinfort quedaba una mínima cosa del metal más preciado para todo herrero y que con ello su deuda contigo estaba pagada —ayudó al viejo herrero a sentarse ya que sus articulaciones estaban enfermas y moverse le suponía trabajo— Artmen, Grosson creo que se llamaba. Así que fui y conseguí el metal. ¿Cómo fueron las ventas esta ves?

—Bastante buenas —se quitó los gastados zapatos y subió los pies al sillón de enfrente—. Vengo con más encargos, desde que los elfos se negaron a trabajar para el rey los caballeros no poseen armas de buena calidad, y las tuyas han resultado expectaculares. Siempre me llena de orgullo decir que yo entrené tus manos.

—Esos elfos orgullosos no son mejores que los enanos. Nuestro rey hace bien en dejarlos confinados. Siempre que escucho historias de ellos sale a resaltar su narcisismo. Se creen que por ser poderosos inmortales pueden hacer cualquier cosa.

—Eso no es asunto nuestro —dio un manotazo al aire evadiendo el tema—. Fue una buena elección hacer una espada con el damasco, la venderé a un excelente precio.

—Sobre eso... —Edith miró al suelo y comenzó a jugar con la punta de sus dedos—. ¿Cuál es el costo? La quiero para mí.

—¿Pa-para ti? —el anciano se recompuso en el sillón de madera— Si no sales a ningún sitio, ¿para qué querrías tu una espada de tal calibre?

Edith se tocó la punta de las orejas.

—La mía ya está bastante maltratada y vieja —señaló la espada que el propio Nathan hizo para ella cuando apenas tenía 12 años, vieja y llena de magulladuras de entrenar contra él—, de igual manera estaba pensando en reemplazarla y qué mejor opción que una espada de acero de Damasco. Estoy dispuesta a pagártela como pagué la anterior.

—Supongo —el herrero se rascó la prominente barba gris mientras escrutaba la antigua espada—, que con el trabajo de estos años la espada está más que pagada. Debo aceptar que me ofende un poco que pensaras que te cobraría sabiendo que gracias a ti podemos vivir alejados del hambre.

—Ese día prometí ayudarte como me ayudaste a mí, maestro. No lo he olvidado.

—Lo sé, lo sé — Nathan volvió a dar una manotazo al aire con pesar, pues sabía bien que no estaría confinada en esa cabaña apartada de todo para siempre—. Para la próxima semana hay bastantes encargos de los caballeros del príncipe Edric. Además de uno especial para el lord de los asesinos, así que tendrás las manos bastante ocupadas los próximos días. Vamos a la casa y prepárame un té, me muero por algo caliente y descansar de una vez. El viaje fue largo.

—Termino el revenido y voy enseguida.

—Bien, pondré agua a hervir.




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La maldición de Valoria.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora