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Tenía frío y calor al mismo tiempo. Sentía su corazón latiendo a un ritmo más bajo de lo normal. No tenía fuerzas para moverse, ni siquiera para gritar. Sintió una presión en su herida, algo frío, refrescante que calmaba levemente el escozor. Intentó abrir los ojos. Vió unas manos femeninas, morenas, decoradas con un pulso de hojas verdes. Quiso levantarse, hablar, pero todo volvió a ponerse negro.

Volvió a despertar y aún era de noche. Ya no dolía. Su torso estaba cubierto por una especie de vendaje de hojas. De nuevo esas manos, esta vez untaron una especie de pasta en su herida. Fuego. Tenía fuego en su torso. Ardió tanto que volvió a desmayarse en medio de un grito.

Al fin abrió los ojos. El sol apenas comenzaba a asomarse por el horizonte. Pestañó una, dos, tres veces para adaptarse a la luz. Todavía tenía el sabor de la sangre en la boca y la garganta le ardía. Entonces recordó.

Rápidamente se sentó y su abdomen no tardó en protestar. Había un cuenco de roca y también un mortero, varias especies de hojas recolectadas y una pasta verdosa que no olía particularmente bien.

Tenía el torso vendado con unas hojas grandes. Aún le dolía, pero no era nada comparado con lo que había sentido la noche anterior. Intentó ponerse de pie, pero unas manos le presionaron los hombros contra el piso.

Todo su sistema se puso alerta, se tensó y luchó con esas manos por lo que su herida comenzó a sangrar nuevamente.

No podía creer lo que sus ojos veían. Frente a ella estaba una mujer morena, la dueña de las manos que había visto, con el pelo del color del carbón hasta la cintura y lleno de astillas de madera, ataviada con una especie de vestido de hojas que apenas cubrían lo suficiente.

La dríada la observó alerta pero no dijo nada, solo señaló al árbol al que se había recostado antes de desmayarse la noche anterior, cubierto de su sangre.

—¿Yo...—carraspeó, recuperando el tono normal de su voz— yo te llamé?

La dríada asintió. Había escuchado cuentos, leyendas, mitos acerca de las dríadas. Eran muy pocos los que verdaderamente habían tenido la oportunidad de verlas y ninguna de las populares descripciones le hacían justicia. Era hermosa, los ojos de un verde tan intenso como el color de las hojas de los árboles, una belleza salvaje, indomable, que no respondían ante nadie más que ante la naturaleza. Y había respondido a su llamada, una llamada que ni siquiera sabía que hizo.

—¿Pero cómo? —la mujer salvaje volvió a señalar la sangre en el árbol. Edith abrió los ojos; ella era el árbol.

La dríada señaló la herida sangrante de su torso. Las hojas que lo cubrían tenían una delgada línea carmesí. Le tendió la mano, una señal para que la dejara terminar lo que había empezado. Edith la tomó y se recostó al árbol.

La mujer preparó un ungüento con las hojas recolectadas, limpió la herida y lo untó con delicadeza. Primero ardió pero poco a poco comenzó a dejar de doler. Los ojos increíblemente verdes, sabios, infinitos miraron los de Edith. Ella sintió que le veía el alma, los huesos y las entrañas; un escalofrío recorrió su cuerpo con esa mirada.

—Niña perdida —la voz salió grotesca, tan ronca que apenas llegó entender lo que decía—. Sigue el camino de las Ortigas, es el camino a casa. Es hora de que vayas a casa.

Edith frunció el seño, iba a preguntar a qué se refería pero sopló una brisa con una canción de cuna, tan linda, tan potente que se durmió.

Cuando despertó ya el sol blanco estaba en su cénit, dándole tonos más claros al violáceo cielo. Miró al árbol al que estaba recostada, ya no había sangre en su tronco y sus hojas se movían con el viento. No había rastro de las hojas escachadas, ni del cuenco ni del mortero. Volvía a tener puesto el abrigo del guardia, sucio y ensangrentado.

La maldición de Valoria.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora