Episodio 3: Pérdidas inconcebibles

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El túnel descendía abruptamente, apuntando hacia el corazón de Nueva Pirexia. Las angostas paredes pasaban a demasiada velocidad como para fijarse en ellas, ocultando los horrores indescriptibles y las terroríficas maravillas del plano transformado.

Elspeth se aferraba a la vagoneta, consciente de que un solo bache podría hacerla caer y dejarla sola en las profundidades de aquella oscuridad hostil y sobrecogedora.

Elspeth se aferraba a la vagoneta, consciente de que un solo bache podría hacerla caer y dejarla sola en las profundidades de aquella oscuridad hostil y sobrecogedora

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Por primera vez, deseó viajar con los otros planeswalkers en lugar de con los mirrodianos. Así tendría con quién distraerse. En lugar de ello, el descenso y la oscuridad acaparaban su atención, mientras que los elfos que manejaban el vehículo se sujetaban con fuerza, igual que ella.

Habían tenido un poco de tiempo para conversar desde que partieron hasta que empezó lo que a ella le parecía un descenso en picado. Los dos operarios se habían mostrado encantados de compartir información sobre su plano destripado con la persona que, según les habían dicho, tal vez fuese su potencial salvadora. Deseaba ganarse ese título. Los elfos la conocían tan poco como Elspeth los conocía a ellos. Le daba vergüenza admitir para sí misma que agradecía la falta de familiaridad. Era más fácil que los demás te considerasen una heroína si nunca te habían visto fracasar.

Ya le había fallado a Mirrodin una vez; aquel lugar destrozado era su castigo y su precio a pagar por dicho fracaso. No soportaría que el Multiverso compartiera el mismo destino. Estaba dispuesta a morir para impedirlo si fuera necesario.

Vamos a evitar el Laberinto de los Cazadores y el Pabellón Quirúrgico ―le habían dicho los elfos―. Deberías agradecerlo, estamos ahorrándote algo que no deberías ver jamás.

¿El Laberinto de los Cazadores?

Quizá lo recuerdes como la Maraña. Vórinclex transportó las peores partes de ella bajo la superficie durante la gran transformación y las utilizó como semilla de su nuevo imperio―. El elfo que le explicó esto usaba un tono casi melancólico. Probablemente hubiera nacido en la Maraña y la recordase como un lugar libre, vivaz y hermoso. Quizá pensara que podía volver a serlo.

El vertiginoso descenso empezó poco después y, desde entonces, los operarios estuvieron demasiado ocupados como para seguir hablándole del paisaje que Elspeth no tendría que ver. Se sujetó al vehículo con todas sus fuerzas y cerró los ojos a causa del fuerte viento. De todas formas, no se veía nada más allá del tenue brillo metálico del aparato que impulsaba la vagoneta: la oscuridad de Nueva Pirexia lo envolvía todo y ni siquiera contaban con la magia gravitatoria del cráter para suavizar el descenso.

Entonces, poco a poco, el túnel empezó a nivelarse. Elspeth entreabrió los ojos y, casi de inmediato, deseó no haberlo hecho.

El cielo, si es que podía llamarse así, era un mar de nubes leprosas que se arremolinaban y agitaban sin cesar, lo que daba la sensación de que se pudrían desde dentro mientras flotaban en el aire. El paisaje estaba dominado por numerosos charcos de un líquido verde y brillante que ella conocía: el necrógeno, que daba una luz verdosa y espeluznante al lugar. Incluso antes de la llegada de Pirexia, era una sustancia mortífera, capaz de transformar a los incautos en muertos vivientes. Ahora podía hacer eso o provocar la piresis, y no quería sufrir ninguno de esos dos destinos.

Asalto a Nueva PhyrexiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora