Capítulo 2: Culpable

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     El sonido de la alarma de mi celular me despertó. Tenía que volver a la escuela. Entre ojos casi cerrados, la apagué y me levanté para ir al baño. Recordaba aquella canción de Soda. Me miré en el espejo y me lavé los dientes. Trataba de buscar un culpable, pero solo miraba mi reflejo. ¿Podría ser yo? Salí del baño y bajé a prepararme el desayuno. Ahora el café tenía otro sabor, lo sentía algo amargo. Mamá bajó y me abrazó con un beso en la frente. Me dijo que si no quería que no vaya, pero yo le dije que estaba bien, que iba a ir. Y así fue, subimos al auto y me llevó al colegio.
     En el viaje miraba por la ventana y pensaba si yo pude hacer algo por ella, si le hubiese dicho que no quería ir al circo y nos quedábamos. La radio del auto estaba encendida, pero no estaba tan alta. Miré adentro del auto y miraba el freno de mano pensando que era mi culpa, si los frenos estaban ahí, solo tuve que haberlos accionado. Perdón Lu. No quería que mamá se preocupara por mí, ya ella estaba bastante mal como para que yo sea otro problema.
     Mamá frenó el auto de golpe, porque pasó una camioneta frente a nosotros y casi choca. Imágenes comenzaron a pasar delante de mí, me sentía algo mareado. Volví a ver a mamá y era Lu, estaba viva. Sonreí. Al frente se veía algo borroso, como si estuviera lloviendo. Las luces de los demás coches me impedían ver con claridad la calle. Se escuchaba música, una canción comenzaba a tomar forma: Cuando pase el temblor. La radio se alineaba con aquel día. Un rayo iluminó parte de la calle. Bajé la ventana del auto y saqué un poco mi mano. Pude sentir la lluvia. Mi mamá diciéndome:
     - ¿Estás bien? No lo había visto venir. - decía ella algo preocupada por lo que pasó.
     - Sí, estoy bien, sí. - le dije pausadamente mientras pensaba en lo que vi recién.
     Saludé a mi mamá y ella me dijo que le avise si me pasaba algo. Bajé y entré al colegio. Escuchaba como algunos profesores y otros directivos me daban el pésame. Yo les agradecía por tratar de consolarme, pero la realidad se imponía y no era suficiente. Saludé a mi amigos y me abrazaban lamentándose por mi pérdida. Yo les decía que estaba bien, que no se preocupen. Subimos al aula.
     Allí, en mi mesa, junto a mi amigo Santi, miraba el pizarrón. Escuchaba como en el fondo hablaban del partido de Boca, la final. Sonaba importante, pero estaba algo distante como para hablar de fútbol. El profesor daba las clases normalmente, pero no me sentía igual. Había perdido a mi hermana. La luz del techo se mezclaba con recuerdos de las luces de los otros autos y la imagen de mi hermana no salía de mi cabeza. ¿Pude haberla salvado? ¿Y si hubiese sido yo?
     Las horas pasaron y yo seguía igual. El día pasó delante mío y yo, como un ser inánime, seguía allí: observando el tiempo pasar. Sin embargo, sabía que por la tarde estaría con el terapeuta contándole todo. Esperaba que funcionara o que, al menos, me ayudara. El timbre sonó, anunciando el final de la jornada y el último día de la semana. Salí del aula y, saludando a mis amigos, caminé a la salida. Mamá me esperaba en el auto. Subí.
     El viaje de regreso a casa fue en silencio. Mis pensamientos aún se centraban en el pasado; en lo que podría haber hecho de manera diferente; en lo que no hice para salvar a mi hermana. La culpa y el pesar sobre mí seguían aplastándome como un enorme peso sobre mis hombros, un peso que sentía que nunca se reduciría.
     Al llegar a casa, mamá me abrazó con cariño. Ella también estaba pasando por lo que yo, tratando de ser fuerte para mí. Comimos juntos en silencio. El sonido del noticiero anunciando que no iba a llover desde la lluvia del otro día hasta dentro de unas semanas. Miraba las fotos de Luna en la pared, recordando aquellos felices momentos. Me levanté y ayudé a mamá con los platos; sabía que no debía abandonarla.
     Ya terminando, me sequé las manos y subí a mi pieza a cambiarme. Quería liberar esta tensión acumulada. Bajé al patio. Allí estaba el saco de boxeo. Comencé a golpearlo, con la mente concentrada en aquella mañana. Lluvia. Golpe tras golpe. Estaba agitado, no sé si por los golpes o por el torbellino de emociones que estaba experimentando. Dolor. Veía cómo mis manos se ponían rojas. Mientras divagaba entre recuerdos. Las luces de los autos y el sonido de los frenos llegaban como más golpes. Caminé para atrás, me detuve. Me senté en una silla y tomé un poco de agua. Respiré profundo. No podía seguir así. Sabía que no estaba bien. Me fui a bañar.
     Mamá me llevó a la clínica del Doctor Soler. No estaba muy lejos, a unos minutos de casa. Cuando llegamos, nos recibió una secretaria que nos dijo que esperemos sentados. Me sentía algo nervioso por pensar en contarle todo a un extraño, pero a su vez, quería que me ayudara a entender lo que pasaba por mi cabeza. Una puerta se abrió y salió una chica, parecía una paciente. El doctor nos estaba esperando y nos dijo que pasemos adentro. Mamá estaba ahí conmigo, pero luego el Doctor Soler nos explicó que sería mejor si hablaba conmigo en privado para que me sintiera más cómodo. Mamá accedió y salió de la sala sin antes decirme que volvía en 1 hora o menos.
     El terapeuta, un hombre amable y de apariencia calmada, me hizo sentir seguro desde el principio. Él se sentó en su silla frente a su escritorio, con un cuaderno en su mano izquierda y una lapicera en su derecha. Había dejado unas libretas algo torcidas, por lo que me paré para acomodarlas en líneas rectas. Le dije que me ponía algo nervioso ver cómo eso estaba desordenado. Anotó algo y me dijo que estaba bien que lo hiciera, que era mi espacio y debía sentirme relajado. Por lo que me sienta libre de acomodar las cosas como necesite, ya que estábamos ahí para hablar sobre cómo me sentía y lo que estaba pasando. Me preguntó por dónde me gustaría empezar.
     Comencé a hablar sobre el accidente, sobre cómo me sentía culpable, como si hubiera algo que yo podría haber hecho para evitarlo. Le conté sobre la relación que tenía con mi hermana y cómo siempre habíamos estado juntos desde que papá nos dejó. Hablamos sobre los recuerdos que tenía de ella. Le conté cómo una vez, hace años, yo salía del colegio y me iba a buscar mi hermana en auto. Cuando estaba caminando al auto, unos chicos más grandes que yo trataron de robarme la mochila y me empujaron al piso. Luna a todo esto, tocó la bocina del auto con fuerza y aceleró en dirección a los delincuentes, intentando hacer que se vayan. Solo me robaron la billetera con algunos pesos, pero se fueron. Mi hermana había venido a levantarme, ya que me habían tirado. Me preguntó si estaba bien, si me lastimaron. Se preocupó por mí y logró ahuyentarlos con su gesto.
     El Dr. Soler me escuchó con atención y me hizo preguntas, como la ausencia o la culpa que siento, que me hicieron reflexionar sobre mis emociones. Hablamos sobre que era normal sentirse de esta manera luego de haber pasado por una pérdida tan traumática. Me explicó que la culpa era una respuesta común en situaciones de duelo, pero que debía aprender a procesarla y no culparme a mí mismo.
     La sesión fue dura emocionalmente, pero al final, me sentí aliviado por haber compartido mis sentimientos con alguien. El terapeuta me recomendó que continuara con las sesiones para ayudarme a superar este difícil proceso.
     Al salir del consultorio, me sentí un poco más ligero, aunque sabía que el camino sería largo y difícil. Volví a casa con mamá, quien me preguntó cómo me había ido. Le conté un poco sobre mi experiencia con el Dr. Soler y cómo me sentía algo mejor después de hablar con él.
     Le dije a mamá que no quería volver a casa, que antes quería pasar por el lugar donde ocurrió todo. Recordaba haber visto un árbol. Pensaba en dejarle algo a Lu en ese lugar. Mamá me llevó hasta una florería que ella conocía y compramos un ramo de flores blancas. No pasaron muchos minutos, hasta que llegamos al lugar junto a la autopista. Era fácil notarlo: había un árbol grande que destacaba, ya que estaba en el centro de toda la ruta, entre el carril que iba y el que volvía. Un árbol que me ponía algo triste al ver su estado. Estaba un poco seco y sus hojas estaban algo quemadas. Igualmente, me acerqué yo solo hasta ahí. Dejé las flores bajo el árbol y me quedé mirando la copa, viendo cómo se unía con el cielo. El mundo a mi alrededor parecía más tranquilo, como si el tiempo se hubiera detenido por un momento. Atardecía.
     Fue en ese instante que, alzando la mirada, vi a lo lejos a un perro que se acercaba lenta y pausadamente. Un poco más cerca, vi que era él. El mismo perro que vio mi hermana por última vez el día del accidente. Un vínculo inesperado con mi pasado y mi futuro. Allí, bajo ese árbol, una pregunta comenzaba a recorrer mi mente: ¿Y si no fui yo el culpable de todo esto?

Dos Cuerpos, Mismo CorazónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora