Capítulo VI

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Bartolí y Roser Cots fueron a casa de unos amigos para cenar y pasar una larga velada de fiesta. Romero no quería asistir, pues ni antes ni después de convertirse en la Doncella de Egara, le habían gustado las fiestas nocturnas.

La joven tenía un secreto muy bien guardado. Su madre la arropaba cada noche en su jergón y le daba un beso de buenas noches, como llevaba haciendo desde que era niña.

Aquella noche fueron sus dos progenitores los que acudieron a su cuarto para darle las buenas noches cariñosamente antes de marcharse a la casa de los conocidos.

Roser, ataviada con sus mejores mantos y el cabello rubio descubierto, la arropó como una madre arropa a su niñita más querida, le acarició la cabeza y la besó en la sien susurrándole palabras de cariño. Bartolí, vestido también para la ocasión, le acarició la cabeza y se la besó, para después darle las buenas noches como pocas veces lo hacía.

Romero se durmió en poco rato, con su gato negro encima de las piernas.

Fue precisamente el gato el que la hizo levantarse a medianoche reclamando comida. Le rascó entre las orejas y fue hacia la cocina para cortar a trocitos pequeños un corazón de cordero sacrificado aquella misma tarde.

Los dos gatos comieron el exquisito plato al son de sus ronroneos y Romero salió de la vivienda, con una vela encendida, para lavarse las manos manchadas de sangre con el cubo y pila de piedra situada junto al muro de la casa.

Se sobresaltó al sentir una mano en la espalda y la vela se le cayó al agua, apagándose junto a sus manos limpias.

—Romero —dijo Carmel, calmándola con un gesto de los brazos y colocó su propio farolillo en el suelo—, no soporto más problemas, necesito ayuda.

—¿Qué ha pasado? ¿Te encuentras bien? —preguntó la chica. Lo notaba extraño.

—Ponça casi muere atropellada por un carro. —su voz era una mezcla de llanto y enajenamiento—. Mis hijos son lo que más quiero en este mundo y casi pierdo a dos de ellos en poco tiempo.

—Pero eso no es culpa tuya. Eres un padre ejemplar, pocos hombres se ocupan de sus niños como lo haces tú.

—Eso no apacigua mi miedo a perderles —El exceso de alcohol era cada vez más evidente. Romero lo agarró del brazo y lo obligó a sentarse para evitar que cayera al suelo.

—A la muerte no podemos cambiarla, amigo, pero has hecho todo bien con ellos, los acompañas todos los días de su vida. Y eso os lo llevaréis los cuatro a la tumba.

—¿Sabes qué me gustaría? Ser uno de tus gatos, como ese de ahí.

Soltó una carcajada y señaló a los dos, que los miraban con curiosidad. Romero se exasperaba al no saber cómo ayudar. No podía ni quería dejarlo tirado, él estaba siempre presente cuando lo necesitaba.

—¿Quieres dormir en el establo? —Tenía que pensar en algo rápido mientras Carmel miraba al cielo balbuceando algo que solo él entendía—. Mis padres no están en casa, no es adecuado invitarte a entrar.

—Sí, todo lo que quieras. —el hombre mantuvo la vista fija en el escote de ella, deleitándose en su imaginación.

Romero no soportó más, cogió el balde de agua con el que su madre se bañaba y se lo echó por encima. Él gritó con voz aguda, el agua estaba muy fría, y cuando la mujer lo volvió a observar para asegurarse de que aquello había disipado un poco su borrachera, estaba tirado sobre el suelo, empapado pero aliviado a partes iguales.

—¿Estás mejor? —No quería ser más cruel, le ayudó a levantarse agarrándolo del brazo y se dispuso a acostarlo en el establo de ovejas del vecindario.

Carmel se dejó conducir y las ideas en mente cambiaron de forma radical con una pregunta que ahora le obsesionaba: ¿Era ella la muchacha de luz de los sueños premonitorios de su madre?

—¡Señor Carmel! —dijo la voz de Ahmed yendo tras ellos. Llevaba tantas horas buscándolo que ni siquiera llevaba su preciado turbante en la cabeza— ¡Creía que te había pasado lo peor!

—Ahmed, perdona... —Se notaba a la legua su ebriedad—. Y tú también, Romero, por favor, perdóname.

—No te inquietes por mí, ve con Maese Ahmed a vuestro castillo.

—Gracias, Doncella de Egara. —Agradeció el otro haciéndole sentir incómoda con aquel título que cada vez detestaba con más ahínco.

—Prometo ser discreta.

—Gracias de nuevo. —Pasó un brazo de Carmel sobre su cuello para ayudarlo a caminar—. El señor no está acostumbrado a beber. Si ha habido algún desperfecto material, os lo pagaremos.

—No os preocupéis, está todo bien.

Romero (Completo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora