Capítulo II

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El deseo de ver recuperarse a sus queridas Guillermina y Carme, las ganas de vivir una aventura que rompiera con su siempre monótona vida, y el querer darle una razón a sus padres para que se sintieran orgullosos de ella, hacían que Romero no sintiera miedo cuando se adentró en el pequeño bosquecillo donde el monstruo infernal moraba.

Iba vestida con las ropas de su padre, Bartolí Cots, pues con ropas masculinas le era más fácil caminar y correr por la espesura. También llevaba el arco de su progenitor en su mano izquierda y un carcaj repleto de flechas colgado al talle. Testigos que la vieron partir, aseguraban que el cabello largo y oscuro lo llevaba recogido en una trenza.

Era una tarde de primavera con bastante calor, pero Romero no se daba cuenta de la temperatura ni del bello paisaje primaveral del bosquecillo. Sus ojos solo veían donde ella miraba, atenta y alerta a cualquier movimiento del monstruo que buscaba y al que atravesaría con sus flechas.

Anduvo durante mucho rato, no sabía cuánto, hasta que llegó a una encrucijada de caminos que no dejaban claro dónde iban a parar. Prefirió continuar por la maleza sin seguir ningún sendero ya transitado y el miedo empezó a afectarle, no solo porque creía que el monstruo estaba cerca sino también porque desde hacía rato sentía que algo o alguien la acechaba por detrás.

Al girar un recodo vio un montículo de huesos y restos de vísceras de ovejas y cabras, seguido de varios cadáveres de estos animales recién cazados.

Romero preparó una flecha y tensó el arco con mucho miedo en el cuerpo, pero decisión en el corazón que latía de forma salvaje.

—¡Sal de ahí, bestia inmunda! —gritó acercándose cada vez más a donde creía que estaba la guarida del monstruo—. ¡Sal y te daré lo que te mereces!

El pulso de Romero, concentrado en tensar la cuerda con la flecha del arco, tembló al oír un jadeo inhumano que se acercaba a ella. Era lastimoso, como de sufrimiento y la joven pensó que el monstruo estaría matando a alguna presa, seguramente humana.

Se equivocaba y cuando vio salir a un animalillo asustado, su amor por los animales le hizo comprender de pronto lo que sucedía.

No había monstruo diabólico del Infierno, el causante de todo era un zorro enorme que estaba prisionero en una trampa.

Bajó el arco, lo soltó en el suelo de golpe y corrió apresurada para agacharse junto al zorro que gemía por el calvario de las dos patas delanteras atrapadas entre las cuchillas, manchado en sangre.

—Shh, tranquilo. —Romero alargó una mano para tocar al enorme animal y este, mirándola a los ojos, comprendió que era una mano amiga—. Tenías hambre, ¿verdad? Por eso cazabas nuestro ganado y supongo que los hombres de armas a los que mataste fueron más salvajes contigo que tú con ellos.

El animal, confiando en ella sin que Romero supiera por qué, se acurrucó en su regazo y se quedó tranquilo, como si ya no sintiera el dolor.

—Muere tranquilo, amigo —susurró, acariciando maravillada el pelaje rojizo—. Nadie tiene por qué saber que fuiste tú el que mató al ganado y asustó a las gallinas que no dan huevos. Te llevaré a un lugar seguro, ¿vale? Cerca de tu casita.

—¡Mirad! —gritó de pronto la voz de un hombre—. La mujer enviada ha conseguido capturar al monstruo.

Romero levantó la vista del cuerpo moribundo y vio a varios soldados del señor acercándose a ella con las espadas en alto.

—¡No es un monstruo! —gritó indignada—. Es solo un pobre zorro que tenía hambre.

—No te quites mérito, doncella Romero —dijo otro hombre, uno de los que se había encargado de investigar la vida de la joven por orden del señor Carmel mientras ella se enfrentaba al supuesto peligro—. Es una criatura del Infierno. ¡Mira su lengua negra! Solo los demonios tienen la lengua de ese color.

—¡Yo no he hecho nada! Algún cazador lo ha hecho con su trampa.

—Vosotros tres —ordenó el líder—. Coged a la bestia y llevadla a la ciudad. Allí verán todos quién ha sido el causante del mal provocado durante un mes.

—¡Os equivocáis! No podéis humillar a un pobre animal con hambre.

—Romero, —aquel hombre la ayudó a levantarse mientras los otros tres se acercaban sin ningún temor—, sabemos que eres una persona discreta y sencilla. ¡Pero eso se acabó! Ha llegado el momento de que te conviertas en heroína.

Romero no quería destacar sobre nadie, ni títulos ni honores. Solo quería el dinero para pagar las medicinas para su amiga y su prima enfermas.

Sintió una mezcla de tristeza y rabia al saber que aquellos hombres humillarían al animal viviera o muriese. Sin embargo, el zorro, lejos de morir, se levantó, caminó hacia ella y desapareció bajo un rayo de luz procedente del cielo.

Romero tuvo miedo, pero el resto solamente supo gritar una palabra: Milagro.

Cuando los ocho hombres y Romero llegaron al Castillo, Carmel alabó a Dios en voz alta y cogió una mano de Romero entre las suyas.

—Romero, lo que has hecho no se merece una recompensa, sino tres.

—No he hecho nada —respondió, molesta—. Ese zorro estaba herido y yo pensaba llevarlo al estanque de las goges por si acaso era posible que sanara.

—Siento que tengas que salir de tu anonimato. —la calmó el señor soltando su mano—. Pero enorgullécete de lo que has hecho porque es una heroicidad que toda Egara te agradece. —Carmel sonrió e hizo llamar a uno de sus consejeros—. Ahmed, dale a esta valiente doncella los tres sacos de oro prometidos. Y también quiero que le entregues un caballo de mis establos, uno de los árabes, grande y fuerte. La tercera recompensa te toca decidirla a ti, Romero.

Estaba tan afectada por tantos elogios repentinos que ni siquiera se atrevía a hablar y explicar lo que realmente había pasado, solo pensó en una recompensa con la cual estaría en paz consigo misma.

—Quiero el cadáver del monstruo si de verdad ha fallecido —respondió con firmeza—. Quiero enterrarlo junto a la puerta de mi casa.

Todos los presentes la miraron más que extrañados. Pero Carmel le concedió aquel deseo de buen grado, cada vez más confuso con la personalidad de aquella joven de actitud adusta.

A la mañana siguiente, el sol brillaba tan fuerte que atravesó las ramas de un árbol del patio comunitario. Romero observó el haz de luz maravillada hasta que llegó corriendo hacia ella un cachorro de gatito naranja con los ojos dorados.

Y sin dudas ni miedos, lo adoptó para cuidarlo en casa junto a su otro felino. 

Romero (Completo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora