CAPÍTULO 9: EL GRUPO

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El pecho me aprisionaba las costillas. Coloqué las dos manos debajo, apoyando la cabeza en el mástil de la guitarra, tratando de controlar la respiración. El corazón me iba tan deprisa que lo podía escuchar, bombeando en mis oídos, dentro de mi cabeza. Tenía que volver a casa para mostrarle a Charlie aquella maravilla única. No obstante, sabía lo suficiente, a aquellas alturas, como para comprender que lo mejor era dejar pasar unas horas, pues no me apetecía ni remotamente toparme frente a frente con el bueno de Larry. Si me llevaba un par de capones, prefería al menos estar preparada para ello. Dar la cara y devolvérsela al día siguiente con la cabeza gacha, rogando su perdón. Por esa razón, me senté en lo alto de un montículo de neumáticos, a esperar.

Agarré la guitarra y rasgué sus cuerdas. Arrugué el gesto, puede que porque esperaba que sonase mejor, pero sonó tan mal que desistí y la dejé a un lado. Me palpé los bolsillos buscando mi cigarrillo y mi encendedor, despegando ligeramente el trasero del asiento para extraer ambos objetos del bolsillo. Del otro lado, atrapé mi pequeña libreta, doblada y destrozada por el uso, y un bolígrafo. Encendí el pitillo y observé el cielo. Un avión surcó el aire, y después otros dos. Recordé a mi madre, siempre deslumbrante, siempre buena conmigo, y a mi padre, educado y con un alma de oro. Acerqué la vista a la libreta y ayudándome con la rodilla, puse una palabra detrás de la otra, detrás de la siguiente, y así, lo único que permaneció conmigo, iluminándome, fue la nebulosa de los miles de millones de estrellas del cielo de Loch Lloyd y mis vagos recuerdos.

—¡No os lo vais a creer! —La voz de un chico hizo que me diera un vuelco al corazón. Me había quedado dormida, así que el susto provocó que incluso mi cuerpo se agitara en una convulsión. Me apresuré a cerrar los ojos muy fuerte, y a tratar de mantenerme muy quieta.

—No me digas que has vuelto a ver a Chuck Berry, Steven —dijo otro chico, soltando una risotada. Otras dos carcajadas llegaron a mi oído. Calculé con la mente que debían de ser unos cuatro en total.

—Casi... —susurró el tal Steven.

Guiñé el ojo disimuladamente para echar un vistazo, despacio, teniendo mucho cuidado. Era ya de madrugada y lo último que quería era que se percataran de que estaba despierta, o incluso, viva. El tal Steven hacía gestos exagerados, en silencio, tratando de llamar la atención del resto.

Comprobé que efectivamente eran cuatro chicos en total: Steven y otros tres más. Me miraban con intriga, desde arriba. Uno llevaba un par de baquetas, y otro una guitarra colgada al hombro. Uno de ellos parecía tener menos años que yo. En cuanto se acercaron, les reconocí enseguida. Eran ellos: los chicos que se arremolinaban en la parada del autobús para hacer el pavo y tocar.

—¡No podemos tener tanta suerte! —exclamó el más larguirucho.

—¿La despertamos? —susurró el más joven. Note su aliento en mi cara, se había puesto de cuclillas, demasiado cerca.

—¿Y si está muerta? —apuntó el otro de repente, acercando un palo a mi pierna, dándole unos toquecitos.

—¡Yo me abro, Tom! —dijo entonces el más pequeño, asustado.

—Joder, ¡qué mala espina! ¿Qué hacemos, Peter?

—Calmaos nenazas... —el que debía ser Peter se acercó con cierta chulería, que percibí en su forma de caminar y me tomó el pulso, palpándome la clavícula—. Está viva.

—¡Qué dices, Peter! Si ahí no se coge el pulso —intervino Steven.

—¿Cómo que no? Tú qué sabrás...

—Yo creo que se coge en la muñeca o en el cuello... —añadió el más pequeño. Parecían inofensivos y siempre que les había visto desde casa me habían parecido buena gente. Solo chavales, pasando el rato. De hecho, me habían dado siempre cierta envidia.

En Busca de Ally StormDonde viven las historias. Descúbrelo ahora