IV

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Durante unos instantes, Izuku y yo asimilamos la escena de nuestro mentor intentando levantarse del charco de porquería resbaladiza que ha
soltado su estómago.

El hedor a vómito y alcohol puro hace que se me
revuelvan las tripas. Nos miramos; está claro que Aizawa no es gran cosa, pero Hizashi Yamada tiene razón en algo: una vez en el estadio, sólo lo tendremos a él. Como si llegáramos a algún tipo de acuerdo silencioso, Izuku y yo lo cogemos por los brazos y lo ayudamos a levantarse.

—¿He tropezado?—pregunta Aizawa—Huele mal—Se limpia la nariz con la mano y se mancha la cara de vómito.

—Vamos a llevarte a tu cuarto para limpiarte un poco —dice Izuku.

Lo llevamos de vuelta a su compartimento medio a empujones, medio a rastras. Como no podemos dejarlo sobre la colcha bordada, lo metemos en la bañera y encendemos la ducha; él apenas se entera.

—No pasa nada—me dice Izuku—Ya me encargo yo.

No puedo evitar sentirme un poco agradecido, ya que lo que menos me apetece en el mundo es desnudar a Aizawa, limpiarle la porquería
del pelo del pecho y meterlo en la cama. Seguramente, mi compañero intenta causarle buena impresión, ser su favorito cuando empiecen los juegos.

Sin embargo, a juzgar por el estado en el que está, Aizawa no se acordará de nada mañana.

—Vale, puedo enviar a una de las personas del Capitolio a ayudarte—le digo, porque hay varias en el tren. Cocinan para nosotros, nos sirven y
nos vigilan; cuidarnos es su trabajo.

—No, no las quiero.

Asiento y vuelvo a mi cuarto. Entiendo cómo se siente Izuku, yo tampoco puedo soportar a la gente del Capitolio, pero hacer que se encarguen de Aizawa podría ser una pequeña venganza, así que medito sobre la razón que lo lleva a insistir en ocuparse de él, así, de repente.

«Es porque está siendo amable. Igual que cuando me regaló el pan», pienso.

La idea hace que me pare en seco: un Izuku Midoriya amable es mucho más peligroso que uno desagradable. La gente amable consigue
abrirse paso hasta mí y quedárseme dentro, y no puedo dejar que Izuku lo haga, no en el sitio al que vamos.

Decido que, desde este momento, debo
tener el menor contacto posible con el hijo del panadero. Cuando llego a mi habitación, el tren se detiene en un andén para repostar. Abro rápidamente la ventana, tiro las galletas que me regaló el padre de Izuku y cierro el cristal de golpe.

Se acabó, no quiero nada más
de ninguno de los dos. Por desgracia, el paquete de galletas cae al suelo y se abre sobre un grupo de dientes de león que hay junto a las vías.

Sólo lo veo un instante, porque el tren sale de nuevo, pero me basta con eso; es suficiente para
recordarme aquel otro diente de león que vi en el patio del colegio hace algunos años...

Justo cuando aparté la mirada del rostro amoratado de Izuku Midoriya me encontré con el diente de león y supe que no todo estaba perdido. Lo arranqué con cuidado y me apresuré a volver a casa, cogí un cubo y a mi hermana de la mano, y me dirigí a la Pradera; y sí, estaba llena de aquellas semillas de cabeza dorada. Después de recogerlas, rebuscamos
por el borde interior de la valla a lo largo de un kilómetro y medio, más o
menos, hasta que llenamos el cubo de hojas, tallos y flores de diente de león.

Aquella noche nos atiborramos de ensalada y el resto del pan de la panadería.

—¿Qué más?—me preguntó Fuyumi—¿Qué más comida podemos encontrar?

—De todo tipo—le prometí—Sólo tengo que acordarme.

Mi madre tenía un libro que se había llevado de la botica de sus padres; las hojas estaban hechas de pergamino viejo y tenían dibujos a tinta de plantas, junto a los cuales habían escrito en pulcras letras mayúsculas sus nombres, dónde recogerlas, cuándo florecían y sus usos
médicos.

Los Juegos Del Hambre (Dekutodo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora