La consola perdida

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El canto de las chicharras fue lo primero que se oyó al amanecer. Esa mañana fría de Julio, Paulino gozaba de su derecho al sueño, hasta que su madre lo despertó para ir al colegio. Estiró los brazos sin salir de la cama. El sueño parecía ganarle. Su mamá corrió las sábanas y le colocó calcetines largos y abrigados. Lo mismo hizo con su pantalón, aunque Paulino, en vez de levantarse, estiró sus piernas desde la cama para que mamá le coloque la ropa como a un bebé. El tiempo corría y se hacía tarde.

–Paulino, ¡levantate! –gritó su madre.

Este grito hizo saltar al pobre niño de la cama sin reprocharle absolutamente nada. Sabía que tenía razón. Se frotó los ojos y estiró los brazos de nuevo, mientras bostezaba como si no hubiera dormido por la noche. La hora de ir al colegio no le dejaba otra opción. Junto con Carolina, su hermana mayor, caminaron al colegio como todas las mañanas, abrigados hasta la cara.

En la escuela, Paulino se encontró con Leo, su mejor amigo, con quien compartía de todo, incluso escritorio. Como en ellos era habitual, se contaban lo que habían hecho el fin de semana y se reían a más no poder como dúo escolar que conformaban, teniendo algún que otro llamado de atención por parte de los profesores. De repente, Leo sacó algo de su mochila.

—Ey Leo, ¿qué es eso? —Preguntó Paulino, curioso.

—Emm, es una consola de videojuegos. Me encanta. Es portátil, quiere decir que puedo llevarla a cualquier lugar.

—Oh, ¡qué bueno! ¿Hace cuánto la tienes?

—Hace una semana. Fue un regalo de mamá y papá por mi cumpleaños.

—Ah, ¡qué suerte!

—Sí, la voy a usar en el recreo, si querés te muestro cómo funciona.

—¡Síii!, por favor.

Antes de que pudieran seguir hablando, la maestra de turno vio que los dos estaban distraídos y les ordenó que guarden ese aparato o si no, se los quitaría.

Inmediatamente después de escuchar el ensordecedor ruido del timbre, Leo le mostró cómo funcionaba la consola. No pasaron cinco minutos desde que se la había prestado que Paulino no podía quitar sus ojos de la pantalla. Paulino jugaba y Leo lo miraba como queriendo que la suelte. A pesar de haber sonado el timbre para volver al aula, no le quitaba los ojos de encima. Leo intentaba que se la devolviera, pero Paulino estaba tan ensimismado que parecía que estaba sólo en el patio. Tuvo que intervenir la maestra para que Paulino regrese a la realidad. —Ups, perdón —se disculpó.

Nuevamente en clase, Paulino se disculpó también con Leo y le dijo que él no tenía una consola en casa.

—No te preocupes Paulino. Está todo bien —le dijo, a la vez que le colocaba una mano en el hombro.

Durante la siguiente clase, se sintió mareado y con dolores de cabeza que le impedían concentrarse, a punto tal que su amigo debió acompañarlo a Dirección en donde le dieron un té para que se sintiera mejor. Se tomó hasta la última gota. Unos minutos después, la cabeza le dejó de doler. Sin más, volvieron al salón, aunque ya era hora de volver a casa.

Junto con Carolina llegaron, como siempre, a la hora de almorzar. Allí, Paulino no paró de hablar de la consola que le había mostrado su amigo. La pidió de mil maneras posibles como un niño caprichoso. Armados de paciencia, su familia le explicó que no era posible comprar la consola debido a que era un objeto caro y no tenían el dinero para adquirirla. Después de tanto insistir, Paulino claudicó, aunque con cara de pocos amigos.

Al igual que los últimos días, Leo volvió a llevar su consola y ambos amigos jugaron con ella, siempre turnándose para usarla. Paulino le contó que sus padres no tenían dinero para comprar ese aparatito. Estaba muy triste, él también quería la consola. Un día, Leo le dijo:

Cuentos para niños (y no tan niños)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora