V. Un atardecer con Aurora

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El humo que danzaba sobre sus labios, se disipaba entre el aire y desnudaba su mirada avellanada con tintes verdes. El minúsculo crujir de las brazas en su cigarrillo, unido al lento andar de las olas de la vieja costa en un atardecer de tintes naranjosos en la calidez de agosto; me hacían saber que me había quedado atrapada en un verano en el que solo podía existir yo, por qué existía ella.

La luz en su pupilas no era nada más que la luz del alba dándome a entender que la carne que estoy probando, el aire que estoy exhalando, el calor que está quemado mi piel, no es nada más y nada menos que la propiedad de un ser celestial, Ella.

No sé qué me hacía pensar eso. Si es por qué realmente Aurora era divina, y me tenía tan enamorada que me hacía querer besar el suelo por el que caminaba, o los restos del THC en mi sistema estaban dando sus últimos alientos.

Hubiera preferido saber que era la segunda opción.

—Debemos irnos —su prisa había molestado todo el paraíso que había creado en mi mente—. Se nos hará tarde.

Ella empezaba a recoger sus cosas; se puso su camiseta amarilla, tapando los lunares que decoraban su torso y parte de sus pechos. Luego, tomó sus shorts negros y los deslizó sobre sus piernas, escondiendo el tatuaje de serpiente plasmado en su cadera. Y por último, sacudió sus calcetines blancos para quitarle los cristales de arena, para después ponérselos, ponerse sus converse y abandonarme en la manta.

Dios me hizo saber, entre esa inmaculada piel, que en él había misericordia. Pero, verla ponerse la ropa, me hizo entender que a veces solía ser un poco cruel.

—¿Tendrías la amabilidad de hacerme caso? Si no te levantas, es la última vez que te invitó a fumar conmigo. —Volvio a mí, desesperada y tratando de hacerme entrar en razón—. O tener sexo conmigo.

Su simple amenaza fue motivo suficiente para haceme levantar y también ponerme mi ropa. Recogí sus anillos y los míos, que habían quedado enterrados en la arena. Metí mi walkman, la manta en donde estábamos acostadas y me colgué la mochila al hombro.

Dejando nada más que pasiones, juntamos nuestras cosas y corrimos hasta su Vespa. Se puso su casco y emprendió marcha, para irnos a quién sabe dónde, con mucha prisa. Apreté su cintura entre mis brazos, disfrutando ese pequeño espacio inexistente entre nosotras. Tratando de aferrarme a los últimos minutos que teníamos juntas. Su hermoso cabello pelirrojo al viento chocaba contra mi rostro, dejándome impregnado ese olor dulzón a mandarinas de su shampoo.

Recorrimos las viejas calles de la cuidad, aquellas de susurros enamorados, con olor a pan horneado y flores. Hasta llegar a su casa. Su vieja y absurdamente adinerada casa. Ella dejó la Vespa en el mini garage, y salió corriendo a adentrarse a la casa. Yo traté de seguirle el ritmo, sin embargo ella ya había desaparecido escaleras arriba.

No tuve más que irme a la cocina, en busca de mi madre. La encontre peleado con una masa, dándole una y otra vez contra la mesa.

—Sol, ¿Dónde estuviste toda la tarde

—Dando un paseo.

—¿Con los vagos de tus amigos? —la violencia contra la que ataca la masa le pasó factura, su voz salía cansada.

—No son vagos, Mamá.

—Muchachos paseando por las calles, con ropas llenas de pintura, mientras fuman no sé qué cosas, no me parece que sostenga la economía del país, Soledad.

Rodé los ojos. Habíamos tenido esa misma conversado tantas veces, que no sabía por qué me seguía molestando. Para mi madre el arte, no era más que una banalidad. Lo suyo era la cocina, la radio y la iglesia.

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