Capítulo 2: Desayunos y Despedidas

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La mañana envolvía a Elena en una danza frenética de tareas, donde la premura del tiempo se entrelazaba con la necesidad de hacer malabares para cumplir con sus deberes. La pequeña cocina bullía con la fragancia reconfortante del café recién hecho y las risas traviesas de David y Marcos, los gemelos de ocho años que revoloteaban alrededor de la mesa del desayuno. Hacía ya 5 años que sus padres no estaban.

Elena, una joven de tez blanca, cabello corto y ondulado que enmarcaba su rostro, no destacaba por su apariencia deslumbrante. Sus ojos oscuros destilaban determinación mientras se esforzaba por equilibrar las tostadas y la leche en la mesa. Era una joven normal, sin adornos de seducción evidente, pero con una fuerza silenciosa que se reflejaba en su mirada.

— ¡Elena, rápido! —exclamó David, su vocecita vibrante resonando en la pequeña cocina.

— Sí, sí, ya voy —respondió ella, intentando mantener la compostura mientras malabareaba con el desayuno y las prisas.

Los gemelos se miraron entre sí, sonriendo con picardía antes de sumergirse en sus platos, como dos pequeños torbellinos de energía.

Después de asegurarse de que sus hermanos estuvieran alimentados y listos para el día escolar, Elena los acompañó hacia la puerta, donde mochilas y risas llenaban el aire. Después de despedirse con besos y abrazos, observó cómo se alejaban, pequeñas figuras desvaneciéndose en la distancia.

Con un suspiro, Elena regresó a la cocina, donde la calma momentánea dejó espacio para la ansiedad que burbujeaba bajo la superficie. Su mente se llenó con la inminente tarea de dirigirse hacia la mansión de los Mendoza, un mundo completamente ajeno al suyo, donde la normalidad de su vida cotidiana se desvanecería en los pasillos de lujo y secretos.

El primer día en la mansión de Felipe se presentaba como un desafío monumental. Las manos de Elena temblaban levemente mientras ajustaba su uniforme de limpieza, y la incertidumbre del futuro se reflejaba en sus ojos oscuros.

Con un último vistazo a la cocina ordenada y al eco de la risa de los gemelos aún vibrando en el aire, Elena cerró la puerta detrás de sí, lista para enfrentar lo que el destino le tenía reservado en los pasillos enigmáticos de la mansión Mendoza.

El día se deslizaba velozmente para Elena mientras avanzaba hacia la imponente mansión de los Mendoza. Con el corazón latiendo acelerado, llegó puntualmente, pero no sin enfrentar el escrutinio meticuloso de la seguridad en la entrada. Revisaron cada pulgada de su uniforme de limpieza, como si la tela pudiera esconder algún secreto indeseado. La tensión en el aire era palpable, pero Elena superó el desafío con una determinación que resonaba en cada paso.

Al cruzar los majestuosos umbrales de la mansión, se encontró con un mundo ajeno, donde la opulencia se manifestaba en cada rincón. Las compañeras de servicio, con sus uniformes impecables y su elegancia palpable, la observaron con desdén apenas traspasó la puerta. Eran sombras de feminidad perfectamente delineadas, con un aura que sugería que sus roles iban más allá de la limpieza.

— ¿Tú eres la nueva? —espetó una de ellas, con una mirada de arriba abajo que hizo que Elena se sintiera diminuta.

— Sí, soy Elena. Encantada —respondió, tratando de ocultar la inseguridad que se apoderaba de ella.

Las otras mujeres intercambiaron miradas de complicidad, como si compartieran un secreto que Elena no entendía.

— Bueno, Elena, parece que hemos contratado a una más —dijo otra con una sonrisa despectiva—. Asegúrate de no estropear nada.

La jornada transcurrió entre desaires y comentarios mordaces. Las compañeras de servicio se burlaron de Elena, haciéndola sentir como si estuviera en territorio hostil. No eran solo limpiadoras; sus miradas insinuaban que su verdadero propósito en la mansión iba más allá de la pulcritud.

Entre Éxtasis y Siluetas OcultasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora