Rovan y Taiojxaimel

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Pieles en el suelo, una cama mejor dicho, formada con piel de ciervo, daban paso a un ambiente cálido, iluminado por antorchas posicionadas cautelosamente. No habría peligro por el crepitar de sus lenguas, la cueva estaba lo suficientemente iluminada para que cualquier rincón, por más alejado, fuera visible, y sobre todo, para que el invierno infernal no cobrara la vida del morador de la cueva.

Entre el olor del pino y las cañas secas se mezclaba así como sus colores, el aroma metálico de la "pintura" de un rojo ennegrecido; todo hecho por manos hábiles y curiosas de lo que en su toque pudiera descubrir. Por eso, solo por eso acompañaba a este individuo, a su amigo... porque, desde que se conocieron supieron que lo suyo no sería una amistad cualquiera.

En aquel entonces, Rovan, su amigo, vestía igual que ahora, adornado en pieles de animal que se veían más grandes que él, pero aun así su mera presencia imponía. Aún recuerda cómo se sintió nervioso, un tanto temeroso porque lo confundió con un dios emperador, y cuando un dios se muestra, bueno, eso muchas veces no resulta del todo bien.

Sin embargo Rovan no era un dios, era solo un muchacho común (al menos hasta ese momento), con un interés nato por aprender, conocer y experimentar. Podría ser divertido, y acido en su humor, caballeroso y ejemplar. Desde entonces, Taiojxaimel, ese chico tímido y nervioso no pudo evitar...

Quería saber, ¿por qué?, ¿por qué cambió tanto?, ¿cómo es que se volvió esto?, eso que ahora yacía con visibles y sangrantes heridas; unas más grandes que las otras, pero a fin de cuentas, tan dañinas y horribles como sus pecados cometidos. Eso lo molestaba, pero más que nada, le dolía.

Verlo ahí, como si agonizara, quejoso y mal humorado.

"....."

Empezó a acercarse al hombre, con un caminar lento para que la "pintura" que llevaba en un cuenco sobre sus manos, no se regara ni se mezclara de más. "Desnúdate", pidió con voz seca logrando cubrir algún indicio de todo aquello que lloraba en su mente, y claro, el hambre que rugía en sus entrañas.

Uno de mis ojos se caló en tu cueva, Rovan, y ya contempla lo pútrido de tu carne. Las líneas negras que son tus venas. Las llagas de tus manos. Me doy cuenta que, pese a esas cosas, sigues conservando tu belleza señorial, tranquila, frágil. Ocultas bien tus alas, al igual que tus sentires por él. Todo lo que te hace ser lo que eres: la estrella más poderosa del firmamento que se enamoró de un mortal al que rechazas por el simple hecho de salvarlo.

Porque, ¿quién amaría lo que escondes? ¿Quién pelearía por ti entre tantas duales memorias? Dime Rovan, ¿te sientes satisfecho con lo que haces? Partir un corazón en mil pedazos es lo que crees que merece ese ser amante de la luna. Tonto, mil veces tonto Rovan. El alado, bien sabes que te observa con ojos más allá que los que ven a un padre, a un hermano en ti. Él vio salvación en el rechazo que producían los demás por su naturaleza. Después de todo, ¿quién más posee alas negras en la aldea? Nadie más. A él le temen pero no tanto como a ti. Tú le brindaste la paz más amada a su mundo de maldiciones y negrura. Y al mismo tiempo se la arrebatas.

El cacique, que acariciaba con sus dedos de uñas rotas la pared de la cueva, escuchó la orden proveniente de la voz que tan bien conocía. Sintió un escalofrío recorriéndole su espina dorsal y cerró los ojos para silenciar lo que tanto tiempo había callado: un rotundo "Te amo" que no asomaría de unos cuarteados labios besados por la noche. Después de todo "Él" lo había llegado a besar. Lo recordaba. Ahora yacía arropado por las pieles de ciervo y a veces imaginaba el roce de las mismas como las caricias que provendrían de él. Más allá del pincel, de sus ojos recorriéndole el cuerpo. Esos momentos los mantenía como sagrados. Sin embargo, no había nada más. Porque para él ya no había nada más.

Volteó a ver la figura imponente, se rindió ante los anillos que decoraban todos sus dedos de yemas llenas de ceniza. Amaba la ceniza y, también, cuando él le daba un matiz oscuro a sus rasgos con ella. Dejó caer las pieles de su ser; exhibió sus heridas, sus cicatrices de guerra; pero no las que se producían por amor. Lo admiró anhelante pero con respeto. Y extendió la mano para tocar el tocado de su vestimenta, las pulseras que adornaban sus muñecas donde leíste cicatrices de tortura autoimpuesta. Líneas que atravesaban en vertical. Líneas que leíste como tuyas.

El Conquistador de los Para SiempreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora