Alaiseraan y Xixinthe

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La algarabía, sus voces, olores y colores se elevaban junto al aire y se metían en cada esquina y recoveco del territorio de hambruna y misterio. Al parecer se habían cumplido los miles de deseos afines a un solo objetivo más que evidente. Por el aspecto y huesos hundidos de sus habitantes, esos que pedían entre ruegos: "Por favor, que haya algo que comer".

El continuo golpeteo de los viejos sartenes, el crepitar del fuego y el exquisito aroma de la piel y la carne de los miles de pescados ha llenado la boca y estómagos del niño y del viejo, de la niña y la anciana sin dientes, de la joven pareja, la mujer embarazada y el hombre sin virtud y de todo aquel, incluso había favorecido al más asqueroso de las alimañas nocturnas que estaban igual o peor de raquíticos que los habitantes debido a la escasez de muertos que habían sido reducidos a cenizas por el temor.

Pero eso no importaba, no ahora, no.

El gran festejo empezó cuando un moribundo, que bebía del río para saciarse por última vez las tripas, deliraba con una quíntupla de pescados. Después esa quíntupla se multiplicó, y continuó, y continuó, y el hombre se creyó al fin loco, pero los pescados ya le tocaban los pies y luego más arriba de ellos. Rodearon a sus piernas, y él entendió, por fin comprendió, que sus manos no bastarían. Sacó fuerzas de un espíritu renovado, de la esperanza marchita que floreció y eclosionó como miles de dientes de león. El viento lo arrastro al igual, y gritó, exclamó. Lloró con emoción.

Nadie le podía creer, pero él llevaba tres pescados en sus brazos y juró que había más que sólo tres, ¡ahora había más de cien! Cuando el más incrédulo llegó al río, gracias a los dioses, gracias a las estrellas y a todos los seres que escucharon sus rezos de verdad los habían bendecido.

"¿Estarán envenenados?, ¿será acaso una prueba de fe?, ¿será solo un milagro a fin de algo peor? ¡Qué importa!, ¡comamos, coman, vengan hijos míos, sazonen mujeres, cocinen los hombres!, ¡¡¡COMAMOS, COMAMOS AL FIN!!!".

Clap, clap, clap.

Y entre los miles que comían y festejaban, sobre todo entre los que bailaban, aplaudían y giraban con ingenua torpeza una joven de vestido blanco con polvo e hilachas al ras de los tobillos, reía y sonreía. Alaiseraan dejaba a la vista los aperlados dientes y colmillos. Ella también estaba satisfecha, como muchos otros que por primera vez se unieron a la causa.


"Disfruten, disfruten antes de que el tirano maldito les quite todo nuevamente", dijo Alaiseraan, sin ser escuchada, eso no importaba, claro que lo harían, lo harían hasta vomitar, guardarían con recelo las sobras y continuarían comiendo hasta los huesos si es posible.

Los peces bañados en oro que nadaban en los ríos de sangre del bosque habían inundado las reservar de rocío de los condenados buitres. Habían transcurrido quince lunas tristes y Rovan no había hecho acto de presencia desde los festejos y la dulce cuna.

"Quizá está con ese demonio con piel de joven", pensó Xixinthe, la más sabia de las ancianas de la aldea.

El chamán Taiojxaimel de los montes de Vasibraqo había arribado de modo infeliz, gracias a lo que había entre las piernas de Maaharayil, la virgen que, más allá de los todos, conquistaba los para siempre. Al igual que ella, con susurros hechos cuentas, canciones de dulce cuna y entrevelos.

Xixinthe hilaba las cuentas de un nuevo bordado que había creado para la niña con aroma a alas de monstruos de risas que, vez tras vez, visitaban a su juventud anciana. Ella era después de todo una decoradora de brisas y cayenas, aroma a coco y corrientes marinas del mar de estrellas que, se decía, inundaba las esquinas del mundo rico de cuenta cuentos.

No había mucho que pensar, salvo los deseos que enjugaba del río de sus mejillas cuando pensaba en el amor que le había profesado a su familia, devastada y hundida en hambre y batallas. Ay, Xixinthe, qué tonta eres, piensas en los más nobles otra vez.

El Conquistador de los Para SiempreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora