Prólogo

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Era un día gris en Buenos Aires, de principios de octubre. Varias personas estaban reunidas alrededor de una gran mesa de cristal. La tensión era palpable. Todos estaban inmersos en una acalorada discusión, a excepción de un joven de piel bronceada y barba de tres días que contemplaba la gran ciudad con sus tristes y ausentes ojos grises. Cuando la discusión comenzó a decaer, el chico salió de su ensimismamiento y dio un pequeño golpe en la mesa para reclamar la atención de los demás, que le miraron sorprendidos.

- Creo que deberíamos seguir adelante con el CAPED. - Dijo.

- Pero, señor Páez... ¿No cree que podría poner en peligro el proyecto principal? - Comentó cautelosa una mujer con pinta de ejecutiva, cuyos ojos estaban hinchados y rodeados por una bolsas amoratadas. - Podría suponer grandes pérdidas económicas.

- He tomado una decisión, Cristina. El CAPED seguirá adelante, al igual que el proyecto principal.

- ¿Y si algo sale mal? - Intervino un chico moreno mientras se subía las gafas con el dedo corazón. Parecía resignado. - Marco, sabes lo que puede suponer cualquier error.

- Lo sé, Rodrigo. Por eso mismo me encargaré de supervisar el desarrollo del CAPED.

Los asistentes a la reunión ahogaron un grito de sorpresa. Estaban escandalizados y negaban con la cabeza.

- Marco, no creo que sea buena idea. ¿Qué pasará con la empresa? ¿Y con el proyecto? Sabes que eres clave para su desarrollo. Eres la persona mejor formada del país. Te necesitamos aquí. - Un señor mayor, probablemente cerca de la jubilación, le habló en tono paternal.

- Vamos, Rodrigo también es un gran científico, estudiamos juntos. Confío lo suficiente en él como para encargarle el desarrollo del proyecto. Estoy seguro de que podrá hacerlo sin ningún problema.

Rodrigo le sonrió abochornado, no parecía más convencido que el resto de la sala. Marco confiaba en su amigo, además, necesitaba escapar de ese lugar. Desde la muerte de su padre, hacía ya dos años, la empresa familiar había pasado a sus manos. Se ahogaba. Y justo entonces se le había presentado la oportunidad de escapar de su asfixiante rutina, no podía dejarla escapar.

Lanzó un suspiro y abrió su portátil ante la curiosa mirada de todos. Tecleó su contraseña y buscó los gráficos. Una vez hubo finalizado su búsqueda, dio la vuelta a su portátil y les mostró la pantalla. El grafico mostraba dos líneas, una roja y una verde.

- Como veis, ambos proyectos se desarrollan paralelamente sin ningún problema. - Apretó una tecla y el gráfico cambió.- Esto muestra el capital invertido en el CAPED en los últimos años y el crecimiento de la empresa tras cada edición. Fomentamos el desarrollo de los estudiantes. Yo, sin ir más lejos, asistí al programa y vi mis aptitudes incrementadas. - Volvió a apretar una tecla y el gráfico volvió a cambiar. - Esto indica las inversiones en la empresa tras la publicación del desarrollo del proyecto inicial. Son mayores que la cantidad invertida en el CAPED, así que no hay ningún inconveniente en seguir con ambos proyectos. El único inconveniente, como dice el señor Vargas, se trata de mi presencia en el campus en lugar de estar aquí encerrado en un laboratorio.

La sala se quedó en silencio. Marco bajó la pantalla de su portátil y dio un largo trago a su taza de té. Con apenas veintidós años se había visto obligado a cargar con una gran empresa. Así que, tras observar atentamente a todos sus consejeros, esbozó una sonrisa de suficiencia y dio por concluida la reunión.

Recogió sus notas y su portátil y salió por la puerta, seguido de todos los demás. Se dirigió a su despacho (lo único bueno de ser el multimillonario más joven del país, a su entender), y se sentó en su sillón preferido. Volvió a abrir su portátil y contempló su fondo de escritorio. Era una de las pocas fotografías que tenía de su familia completa: él aparecía riendo ya que era el día que empezaba la universidad y solo tenía dieciséis años, sus padres le abrazaban con unas orgullosas sonrisas en sus rostros y, justo a su lado, había una pequeña niña de diez años que le sacaba la lengua a la cámara.

Las lágrimas le quemaban en los ojos, pero se abstuvo de llorar. No podía permitírselo. Aún con un nudo en la garganta, apagó el portátil y con los ojos cerrados, calculó las horas que quedaban para poder escapar de esa dolorosa tortura.

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