Resurrección

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Por el pueblo hacía varios meses que circulaban rumores, pero un servidor de la Iglesia como yo no había querido dar crédito a los comentarios de unos feligreses muy proclives a las supersticiones. De todos modos, no podía negar las evidencias; algo extraño parecía estar gestándose y se palpaba en el ambiente a través de unas nubes tormentosas que se negaban a abandonar el pueblo. El aire venía cargado de una suerte de energía negativa y, para rematar la desazón generalizada, durante las últimas semanas se habían profanado varias tumbas y los cuerpos no habían vuelto a aparecer.

Si bien no quería otorgar crédito alguno a las supercherías, la curiosidad acabó por apoderarse de mí y charlé discretamente con varios parroquianos para ahondar un poco en aquella macabra historia: todo parecía indicar que en la mansión victoriana de los Shelley, sin habitar desde hacía ya varias décadas, estaban teniendo lugar ciertas actividades siniestras, aunque ningún vecino fue capaz de concretar exactamente qué estaba pasando... o bien, pensé, preferían guardar silencio para que nadie pudiera susurrar que no estaban del todo en sus cabales.

Todavía sin creerme del todo aquellos chismorreos fruto del imaginario popular, decidí acercarme a la antigua residencia de los Shelley con la excusa de estirar un poco las piernas; ¿qué podía haber de malo en querer comprobar con mis propios ojos que la mansión seguía abandonada y que nada sucedía allí? Así podría tranquilizar los angustiados corazones de mi rebaño cuando oficiara la próxima misa y, de paso, sosegar mi propio espíritu.

El día había amanecido despejado, pero la tarde se fue emborronando por culpa de aquellas persistentes nubes y empezó a caer una fina lluvia, aunque insuficiente como para disuadirme de mi visita a la vieja mansión. A medida que iba acercándome al edificio, su aspecto decrépito recortado contra un cielo oscuro y relampagueante arrojaba una imagen inquietante que terminó por erizarme el vello de la nuca. Además, había algo que no me cuadraba: en el desvencijado tejado destacaba una inmensa claraboya que no recordaba haber visto antes. La imagen me desconcertó, ¿qué hacía allí, quién la había instalado y con qué objetivo?

Llegué hasta el porche y comprobé que muchas de las ventanas seguían tapiadas con tablones de madera y que la pintura de la fachada había perdido su batalla contra las inclemencias del tiempo. Empujé la puerta principal sin convicción alguna, pero esta cedió y se abrió lentamente... El interior se iluminaba fugazmente por los relámpagos, así que podía ver por dónde iba sin necesidad de luces, pero opté por encender uno de los deteriorados candelabros abandonados a su suerte en los polvorientos muebles, confiando en que la luz anaranjada de las llamas me reconfortaría. No fue así, pero superé el desasosiego y decidí centrarme en el piso superior y en la absurda claraboya que me intranquilizaba.

Y entonces sucedió; la segunda planta carecía de muros y se había convertido en una gran estancia repleta de curiosos artefactos parpadeantes que emitían un zumbido eléctrico constante, soltando algún chisporroteo que ponía los pelos de punta. Unos pilares de piedra desnuda sostenían un techo abombado que amenazaba con desplomarse, pero lo que había en el centro de aquella habitación: ¡Dios todopoderoso! Entre la aglomeración de trastos, probetas, libros, extraños líquidos y cables, sobresalía una especie de estructura metálica y lo que en ella descansaba, que el Señor se apiade de nosotros... lo que en ella descansaba era un cuerpo colosal que permanecía allí atado con gruesas cinchas de cuero y fuertes cadenas, mientras algunos cables salían de su cuello y de su tórax; por lo más sagrado, ¿qué blasfemia era aquella?, ¿qué mente perversa podía haber concebido semejante aberración?

Luego, todavía aterrorizado, pude ver estanterías repletas de tarros enormes rellenos de todo tipo de vísceras: hígados, pulmones, corazones, cerebros... todos conservados en formol, ¿qué clase de pecados estaban teniendo lugar allí y qué había sido de aquellos pobres condenados?

De pronto un sonoro relámpago impactó en la claraboya y la descarga se transmitió por su armazón de hierro, iluminando con una luz azulada e intensa la estancia; pude ver cómo la electricidad descendía veloz por unos intrincados circuitos, como si se estuviera acumulando y aumentando su intensidad, para, finalmente, recorrer los cables que iban a parar al cuerpo que reposaba en aquella especie de cama metálica... ¡Y de pronto, aquel engendro cobró vida! Aquel cuerpo inerte, aquel cadáver anónimo se convulsionó violentamente fruto de la extraordinaria descarga eléctrica que la madre Naturaleza le enviaba desde los cielos para insuflarle el calor de la vida.

Vi cómo sus brazos forcejeaban, vi cómo trataba de incorporarse, vi cómo su mirada brillaba y se clavaba en mí, vi cómo el flujo eléctrico corría por sus venas y vi cómo las cinchas de cuero y las cadenas no soportaban la fuerza titánica de aquella criatura. No vi nada más porque, mientras corría hacia el pueblo con el corazón en un puño, pude escuchar una especie de grito quejumbroso y el sonido de pesadas cadenas cayendo al suelo. Se había liberado...

Aquella vieja mansión de estilo victoriano escondía uno de los secretos más siniestros que jamás podría haber imaginado. Mi fe católica no me impedía concebir que pudiera haber vida más allá de la muerte, pero no así, ¡no así! Y aún resultaba más desconcertante y pecaminosa la febril idea de que el ser humano pudiera jugar a ser Dios y pretendiera emular a nuestro Señor y a su divina creación, pero lo había visto: ¡Aquel cuerpo compuesto a pedazos había vuelto a la vida!

Merodeadores nocturnosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora