La maldición de Spandau (parte II)

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Duermo intranquilo en mi camastro, pero me levanto relativamente fresco. En el cuartel todo transcurre con normalidad; el aroma habitual de sudor mezclado con el olor de las cuadras y el desayuno me da los buenos días cuando llego al comedor. Mastico un mendrugo de pan de ayer y algo de panceta mientras sorbo un café que mataría a la peor de las ratas, pero que resulta infalible en su firme propósito de despertarte. Veo aparecer al sargento, camina pesadamente y se arrastra hasta mi mesa. Me dedica un silencioso gesto con la cabeza a modo de saludo y ahoga sus pensamientos en el pozo insondable de su café. Apenas he terminado de tragarme el último pedazo de carne cuando me dice que en marcha. Qué poco duran las alegrías, pienso mientras me chupo la grasa de los dedos (en épocas de carestía, conviene no desperdiciar ningún alimento).

En el patio de armas esperan el doctor Müller y diez soldados con legañas y escaso ánimo. Miro al sargento, lee mi pensamiento y me aprieta por un instante el hombro: "Diez hombres bastarán", dice. Tienen que bastar, me digo a mí mismo. Imparte unas directrices simples, hay poco más que hacer que cargar un par de voluntariosas mulas con palas y picos. Resuelta la logística, abandonamos la seguridad del cuartel general para regresar a la ciudadela de Spandau.

Paseamos sin mucha prisa por las calles de Berlín; la población se afana en recuperar la ciudad. Hormigas trabajando sin descanso con un objetivo omún. Nadie escatima esfuerzos, ancianos, mujeres y niños ayudan, cada cual dentro de sus posibilidades. A pesar del persistente olor a humo que parece colmar el cielo de Berlín, el aire también porta consigo olor a optimismo y a pan recién hecho. Curioso, en mitad del caos imperante, alguien ha conseguido poner en funcionamiento un horno para cocer pan. Alimentos humildes contra la escasez; tiempo de patatas, nabos, pan y, si tienes mucha, mucha suerte, un caldo que sepa a algo más que a agua caliente.

La imponente presencia de la fortaleza nos saluda unos centenares de metros por delante, desde esta distancia conserva su magnificencia y no parece que la guerra la haya maltratado en demasía. El día no ha amanecido excesivamente benévolo, el sol apenas se ha abierto paso entre una maraña de nubes perezosas y la amenaza de lluvia es poco más que eso, mera intimidación, pero, curiosamente, los pocos rayos de sol que convergen sobre la ciudadela de Spandau se muestran un tanto esquivos y han optado por evitar la torre Juliuisturm, dejándola en penumbra. Sea casualidad o puro capricho meteorológico, no me parece un buen presagio.

En cuanto llegamos al recinto amurallado, el sargento Richter se dirige a los soldados, ordenando que seis de ellos se distribuyan en parejas y recorran el perímetro. Ojos bien abiertos y reportar cualquier anomalía inmediatamente. Yo me quedo con él, con Müller y con el resto de los soldados, quiere que los acompañe al interior de la ciudadela; el sargento va a sugerir al encargado de la obra que recojan sus bártulos y se tomen el día libre, en cuanto llegue el mediodía no quiere a ningún curioso rondando por el lugar. Ya he mencionado que Richter no es hombre de muchas palabras, pero, si se lo propone, puede llegar a ser muy persuasivo. Espero que el capataz entienda que no conviene forzar el volátil humor del buen sargento.

Afortunadamente, la conversación con el encargado es escueta, directa y sencilla. El hombre ha visto los galones y ha entendido la situación. También ha visto demasiado dolor. A pocos les quedan ganas de protestar en esta ciudad tras resistir al ejército de Napoleón. El capataz asiente, se gira y llama a sus hombres con un agudo silbido. Los trabajadores acuden a él como una camada de dóciles cachorrillos. Mientras escuchan, nos miran un instante; no es una mirada hosca ni de desaprobación, miran sin más. Recogen sus petates, sus herramientas y abandonan la ciudadela de Spandau como una procesión, en silencio.

El sargento Richter, una vez convencido de que ya no queda nadie en la fortaleza, explica que vamos a revisar el interior de la ciudadela: si los asesinos se esconden aquí, hoy les vamos a dar su merecido. El objetivo es localizar un sótano o cualquier otro lugar subterráneo –bodegas, alcantarillas o depósitos– donde pudieran ocultarse un hatajo de bastardos: "Vamos a encontrar ese maldito sótano y vamos a patear el culo a esos franceses". Suena convincente, algo dentro de mí se siente un poquito más valiente. Sugiero al sargento que comencemos por la torre Juliuisturm, pero se da unos golpecitos en la cabeza con su dedo índice para indicarme que lo tiene todo pensado. Antes quiere explorar los aledaños del gran torreón y asegurarse de que no hay nadie en los edificios que alberga la ciudadela.

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⏰ Última actualización: Jun 06 ⏰

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