Oleg, el ladrón del Norte

27 1 0
                                    

Oleg "El Pardo", en su peregrinaje por el mundo civilizado, había llegado hasta la fabulosa ciudad de Zambria hacía un par de días. Situada en un cruce de importantes rutas comerciales, había florecido como un oasis en el desierto y su nombre resonaba por todos los confines del Horizonte. Aunque entendía pocas cosas de las costumbres y de la religión de los zambrios, Oleg había aprendido bien cuál era el único reclamo interesante de aquella ciudad: el secreto de la Torre del Estandarte.

La notoriedad de Zambria había provocado que arribaran todo tipo de personajes procedentes de los cuatro rincones del Horizonte; así, mercaderes, banqueros, aristócratas, negociantes y curiosos hormigueaban por las lujosas calles de la ciudad, a la sombra de grandes hileras de palmeras y arrullados por el sonido de las numerosas fuentes que refrescaban el ambiente. De todos modos, si algo sabía Oleg es que allá donde abundaba la riqueza, también solía prosperar la pobreza; toda ciudad, por hermosa que fuera, tenía su lado oscuro, y Zambria no iba a ser menos. Si no poseías suficientes redaños y no llevabas un buen tajo al cinto, era mejor no pisar el Barrio del Maul.

Por contradictorio que parezca, era en aquel ambiente donde más cómodo se sentía Oleg y en una de las tabernas de aquel barrio de mala muerte, rodeado de canallas, pícaros y ladrones de ágiles dedos, había escuchado atentamente cómo los astutos bribones zambrios de piel oscura y ojos dorados explicaban lo inexpugnable que resultaba la Torre del Estandarte y la cantidad de joyas que contenía, entre ellas el famoso Diente de la Mantícora. Al parecer, pero, había un problema; el viejo condestable Von Wumber custodiaba la maravillosa gema y sus aterradores guardias –muchos afirmaban que creados con magia negra– ya habían devuelto al barro a más de un osado ladrón.

A pesar de ello, Oleg era un hombre de voluntad inquebrantable y se había criado en el frío y agreste Norte, donde gobernaba el belicoso dios Krom y donde la mejor manera de alcanzar un acuerdo era mediante el acero, así que pensó que si aquellos bastardos zambrios tenían miedo de un orondo condestable y de sus perros guardianes, es que no eran dignos de poseer el Diente de la Mantícora, pero él... por todos los muertos, él iba a conseguir aquella preciada gema.

La silueta de la Torre del Estandarte se recortaba orgullosa contra el cielo; allí estaban sus 50 metros de altura, sus paredes lisas y pulidas que devolvían los destellos de las antorchas que iluminaban las calles. Aquí y allá resplandecían los engastes que abrazaban rubíes, zafiros, esmeraldas y turquesas repartidos como por capricho por su fachada principal... era una visión magnífica y casi hipnótica que se alzaba en mitad de un jardín de exuberantes árboles. Lástima que también estuviera rodeada por una doble muralla.

Plantearse si un tipo que había crecido en el Norte sería capaz de trepar aquella pared, era como preguntarse si un pez sabía nadar, así que con agilidad felina se encaramó a la piedra y saltó al hueco existente entre ambos muros. La oscuridad y el silencio hacían que el instinto indómito de Oleg estuviera bien alerta, mirando en todas direcciones sin emitir el más mínimo ruido porque sabía que no estaba solo; un cuerpo se agazapaba en las sombras junto a la segunda muralla.

Cuando se acercó sigilosamente a él con un cuchillo en la mano, comprobó que era otro ladrón, ni más ni menos que el reputado Taurus de Albadia, apodado "El Uro". A pesar del susto y de la sorpresa inicial, ambos supieron reconocer su audacia por pretender internarse en la Torre del Estandarte y decidieron unir sus esfuerzos en aquella peligrosa empresa; al fin y al cabo, el lugar reunía tantas riquezas que ambos necesitarían varias vidas para poder gastarlas.

Los dos valientes se acercaron al segundo muro, dispuestos a sortearlo y saquear la morada de Von Woum. Aterrizaron como plumas sobre la hierba del jardín interior y se vieron rodeados por más arbustos y aquellos malditos árboles exóticos que Oleg no había visto jamás, pero aquello no embotó el sexto sentido del norteño, percibía el aura amenazadora de aquel lugar: tenía la sensación de que estaban siendo observados por miradas hambrientas y luego flotaba aquel vago olor que le erizaba el vello de la nuca. Taurus, que también había advertido la amenaza, le pidió que no se separara de él mientras sacaba un tubo metálico de su cinto y detenía el avance del norteño: el bárbaro miró al afamado ladrón pensando para qué demonios querría una flauta en aquel puñetero momento.

Un sutil ruido alertó a Oleg "El Pardo", apenas perceptible para el oído del neófito, pero audible para su avezado instinto. Aunque no corría ninguna brisa, los arbustos se mecían y luego estaba aquel silencio, pesado y espeso como un charco de brea. El norteño ya había desenvainado su acero y sus nudillos se cerraban como tenazas sobre la empuñadura; mientras sus ojos azules se esforzaban por escrutar la tenebrosa oscuridad, aparecidas de la nada, unas extrañas bestias de mandíbulas poderosas y garras mortíferas irrumpieron en el jardín.

Jamás se había enfrentado a nada así; de contorno apenas visible, no podía afirmar de qué color era su pelaje porque este cambiaba en función de cómo incidiera la luz en él. Su forma sí la intuía y casi agradecía a Krom que aquellas aberraciones no mostraran del todo su cuerpo porque no se parecía a ningún animal conocido: seis patas acabadas en afiladas garras, una cola plagada de púas que restallaba como un látigo y, por todos los dioses, aquella boca... era enorme, tanto que Oleg estaba seguro de que podrían engullirlo sin pestañear, pero es que además estaba abarrotada de retorcidos dientes y colgaba de ella una lengua parecida a la de una serpiente. Aquellos engendros del Averno no emitían sonido alguno, pero iban acompañados por una ponzoñosa corriente de viento helado y sus ojos emitían un febril brillo rojizo que solamente auguraba muerte.

El hombre del Norte esperaba el ataque irremediable de aquellas bestias enormes, así que separó las piernas, tensó los músculos y mostró su sonrisa más siniestra preparándose para el brutal choque, pero, de pronto, Taurus sopló por aquel tubo metálico y una densa nube de polvo amarillento se propagó por el jardín en dirección a las criaturas. Sorprendentemente, los confundidos monstruos cayeron fulminados en poco tiempo.

- ¿Qué demonios era ese polvo, Taurus? – susurró Oleg sin comprender nada.

- Polvo de las flores de loto negro de Qthai, causa la muerte súbita al olerlo – explicó el ladrón mientras le tendía un pañuelo para que se cubriera la nariz y la boca.

Oleg, después de taparse con el pañuelo, se arrodilló al lado de los enormes animales para comprobar que, en efecto, había desaparecido su pulso. Negó con la cabeza pensando que la magia de las tierras exóticas de Qthai era terrible y misteriosa a los ojos de un simple hombre del Norte. Prefería el filo de una buena espada, el acero era el idioma que mejor comprendía.

El bárbaro se puso en pie recapacitó un instante y se dijo que si aquellas criaturas solamente eran los primeros guardianes con los que tropezaban, entonces, iba a necesitar toda su fuerza y un buen puñado de suerte para medirse a los demás y salvar el pellejo, así que pensó que quizá sería más inteligente dar media vuelta, regresar a la taberna y apostar a los dados degustando una buena jarra de cerveza... pero aquel tipo de pensamientos duraban muy poco en la cabeza de Oleg. Alzó la mirada y sonrió: la Torre del Estandarte esperaba.


* El relato es un modesto homenaje a Conan, la gran creación de Robert E. Howard.

Merodeadores nocturnosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora