Capítulo Ocho:

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Andy se acercó a él mientras Jason preparaba todo. Nico sintió su presencia y el aroma de su perfume en cuanto se puso a su lado.

—Vayan con cuidado—pidio Andy. Nico la vio de reojo y ella solo veía hacia el frente—. Quiero que los dos regresen.

Se giro antes de irse.

—Tengo el presentimiento de que encontrarás a Anteros—dijo Andy viendo directo a los ojos de Nico—. Si es así, dile que ojalá se muera, de mi parte.

Nico frunció el cejo viendo como Andy entraba bajo cubierta otra vez. Pero muy dentro de el, las piezas empezaban a caer en su lugar.

Jason llegó viendo a Nico.

—¿Todo bien?

Nico no respondió y solo vio hacia el frente. El Argo II había anclado en la bahía junto a seis o siete cruceros. Como siempre, los mortales no prestaron la más mínima atención al trirreme, pero, por si acaso, Nico y Jason subieron a bordo de un esquife de uno de los barcos turísticos para mezclarse con la multitud cuando desembarcaron.

A primera vista, Split parecía un bonito lugar. Formando una curva alrededor del puerto, había un largo paseo marítimo bordeado de palmeras. En las terrazas de los cafés, los adolescentes europeos pasaban el rato, hablando una docena de
idiomas distintos y disfrutando de la tarde soleada. El aire olía a carne asada a la parrilla y a flores recién cortadas.

Más allá del bulevar principal, la ciudad era una mezcolanza de torres de castillos medievales, murallas romanas, residencias urbanas de piedra caliza con tejados de tejas rojas y modernos edificios de oficinas apretujados. A lo lejos, las colinas verde grisáceo se extendían en dirección a una cordillera montañosa, cosa que ponía a Nico un poco nervioso. No paraba de mirar el acantilado rocoso, esperando que el rostro de Gaia apareciera entre sus sombras.

Jason y él estaban deambulando por el paseo marítimo cuando Nico vio al hombre con alas comprando un helado en un carrito. La vendedora contó el cambio del hombre con cara de aburrimiento. Los turistas rodeaban las enormes alas del ángel sin prestar mayor atención. Jason dio un codazo a Nico.

—¿Estás viendo lo mismo que yo?

—Sí —asintió Nico—. Tal vez deberíamos comprar un helado.

Mientras se dirigían al carrito de los helados, ese hombre parecía muy relajado. Llevaba una camiseta de tirantes roja, unas bermudas y unas sandalias de piel. Sus alas eran de una combinación de colores rojizos, como un gallo de Bantam o una tranquila puesta de sol. Estaba muy bronceado y tenía el cabello moreno casi tan rizado como el de Leo.

—No es un espíritu renacido —murmuró Nico—. Ni una criatura del inframundo.

—No —convino Jason—. Dudo que ellos coman helados recubiertos de chocolate.

—Entonces ¿qué es? —preguntó Nico.

Estaban a casi diez metros de distancia cuando el hombre alado los miró directamente a la cara. Sonrió, hizo un gesto por encima del hombro con su helado y se disolvió en el aire.

Ni Nico o Jason podían verlo exactamente, pero Jason tenía tanta experiencia en el control del viento que pudo localizar la trayectoria del ángel: un cálido vestigio rojo y dorado que cruzó la calle volando, recorrió la acera formando una espiral e hizo volar las postales de los expositores situados delante de las tiendas de artículos turísticos. El viento se dirigía al final del paseo marítimo, donde se alzaba una gran estructura parecida a una fortaleza.

—Apuesto a que ese es el palacio —dijo Jason—. Vamos.

Después de dos milenios, el palacio de Diocleciano seguía resultando imponente. El muro exterior no era más que un armazón de granito rosa, con columnas desmoronadas y ventanas abovedadas abiertas al cielo, pero estaba intacto en su mayor parte, con una longitud de cuatrocientos metros y una altura de veinte o veinticinco metros que empequeñecía las tiendas y casas modernas apretujadas detrás de él.

Los Hermanos Jackson: La casa de HadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora