Cadenas de ébano

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«Caído»


Humo ascendía de ese cigarrillo; rayos de luz se colaban por la persiana del motel. Autos cruzaban la carretera alumbrando la penumbra de madrugada y esa luz, aquella que parecía refractarse ante él, descubría por momentos a un fantasma que sudaba frío sentado patético al filo de una cama tan dura como un día sin pan.
«Y vaya días había pasado él...»
Se miraba las manos temblorosas. Sirenas de policía aullaban a lo lejos de la solitaria carretera: sinfonías de un caos parecido al suyo. Colillas del cigarro le caían sobre sus manos, más no sentía nada. No sentía nada desde hacía mucho...
«Pobre diablo.»
Le atormentaba. Había algo tocando esa puerta. A veces la golpeaba, otras sencillamente se abalanzaba sobre ella: queriendo entrar, queriendo roer cual carroñero lo poco de consciencia que yacía y como un perro orinarse en las vías de su mente.
«Acepta.»
Lo sentía.
«Acepta.»
Tenía.
«Acepta.»
Se lo debía...
Dio una calada vigorosa. Expulsó el humo.

Levantándose con debilidad sus piernas temblorosas le recordaban una pasada noche de empinar el codo como Dios manda que sin duda acabó con él de milagro (o por desgracia) desplomado sobre la cama y no ahogado con su propio vómito; botellas volcadas sobre la mesa de noche, un mal sabor de boca y una migraña infernal reafirmaron aquella teoría.
Vestía pobremente una camiseta de tirantes y unos boxers. Todo apestaba. ¿Su ropa? Tirada en alguna parte de la habitación.
Asomándose por la ventana abriendo la persiana con dos dedos pudo apreciar una autopista. Aquella, cínica y muerta, comparecía estoica rodeada del rojo desierto de Arizona. Una luna brillante y perlada, enaltecida en el firmamento, lo juzgaba a través del vidrio. Miraba en su interior. Lo culpaba. Lo esperaba impasible a que pagara el precio.
«Elevado aquel.»
Demasiado para una burda vida de cumplir.
«No tienes opciones.»
Quiso callarlo; quería; rogaba. En un impulso entre gruñidos de dolor y desesperación tomó una de las botellas medio vacías por el cuello y la arrojó a la pared. Aquel líquido oscuro y pútrido se escurría por el yeso. Entre las imperfecciones veía rostros familiares; entre las grietas sus recuerdos. Lo seguía escuchando: no lo veía, pero no se terminaba de callar. Se llevaba las manos a la cabeza. Se tambaleaba. Se aturdía.
«Acepta.»
¿Cuál era el precio?
«¡Acepta! Ya lo sabes.»
¿Valía la pena...?
  Observando sus antiguos tatuajes; marcas de guerra; caía en que ya no los podía discernir. Tomaban formas. Se retorcían. Escribían en su piel antiguas canciones que lo devolvía a entonces. Dio una calada al cigarro. Dio otra. Y otra más. Quería calmarse, pero la habitación se llenó de humo. Una bruma: una neblina intensa lo envolvió a él y a la estancia. Ondeante humo abrasador, espejo del pasado, que susurrante de impías verdades subyugó...
Cayó al suelo. De rodillas se rindió.

Se alzó, entonces, aquel hombre. Limpió su rostro con la mano derecha. Dirigió su mirada al baño.
Entró y cerró la puerta con pestillo. Se giró lentamente y encaró al lavabo; la llave estaba abierta y expulsaba un agua casi hirviente. La cerró. Apoyando ambas manos en el lavabo observó al espejo empañado. Su corazón empezó a desbocarse..., pero con una mano liberó aquel portal de su cortina...
Un rostro lleno de pequeñas cicatrices: distinguible aquella que partía su ceja izquierda por la mitad. Una barba mal cuidada, pelo castaño grasiento y un par de ojos grises taciturnos y exhaustos. Pero en un abrir y cerrar de ojos todo podía cambiar.
Un rostro limpio y vigoroso de cicatrices estoicas y valientes, un cabello y una barba castaña fuerte y cuidada. Sus ojos, ahora determinados, dejaban ver un mar de llamas azules crujiendo con rabia.
Y detrás de él una sombra. Ojos rojos se advertían en dónde debería haber un rostro.
Todo y cuanto quería a su alcance. Anhelos que no devolverían ni arreglarían su pasado, pero el brío de actuar...
Sólo debía... aceptar.
Un puñetazo al vidrio. Sangre viva por fin brotó de su puño derecho y salpicaba en el lavabo. Los cristales cayendo del ya muerto espejo resquebrajaron para descubrir un agujero en la pared. Metió la mano. Sacó, entonces, un sobre y un arma.
El sobre traía una carta con una aparente dirección y un puñado de billetes de cien dólares. El arma era una Colt modelo 1911 con el número de serie raspado y un cargador completo de balas del cuarenta y cinco.
Aún temblaban sus manos cuando escuchó esa voz de nuevo.
«Pobre de aquel que huya de sus demonios; perro sucio el que no los enfrente... Ahora tan sólo perro... Asciende, fantasma, y cumple tu misión.»
Entonces sus manos dejaron de temblar... Llevándose el cigarro a la boca dio una profunda calada. Exhalando aquel humo por fin pudo verse preparado en los restos de un espejo roto.

Cadenas de ébano (EN REVISIÓN)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora